Mi matrimonio de 10 años pasaba por un mal momento económico. Mi marido se había quedado sin trabajo y mi sueldo de medio tiempo como recepcionista no alcanzaba para cubrir todos los gastos. Habíamos llegado a fin de mes con los últimos mil pesos que nos quedaban de la liquidación de Roberto y las cosas parecían ponerse peor.
Mis suegros, que siempre han sido un amor conmigo, nos propusieron que nos fuéramos a vivir con ellos y a la siguiente semana hicimos la mudanza.
Roberto dejó de buscar trabajo, en buena medida, porque al estar de vuelta en su casa paterna, se sintió cómodo en su mediocridad y mi suegra lo consentía como si fuera un niño. Incluso le lavaba la ropa. La actitud de ambos me molestaba y me hacía sentir tan mal, que pronto mi apetito sexual por mi marido desapareció.