Soy la esposa tetona de mi feliz marido

Soy Delfina, una mujer de 27 años, de cabello rojizo, 1,67 m de altura y unos 60 kg. de peso. Estoy felizmente casada desde hace cinco años con Oscar, a quien adoro.

Hasta hace un par de años era una mujer “normal”. En realidad, sigo siéndolo; salvo, tal vez, por el tamaño de mi busto. Tengo unos pechos realmente grandes y tengo que lidiar con todos los inconvenientes que ello conlleva. Sin embargo, no siempre fue así.

Todo comenzó una noche de hace dos años, después de hacer el amor, hablando de tonterías con mi marido. No recuerdo cómo, comenzamos a hablar de las partes del cuerpo que nos gustaban, de uno mismo y del otro. Casi como al pasar, él comentó: “Me hubiera gustado que tuvieras tetas más grandes”.

Me llamó la atención el comentario, porque mis pechos no eran chicos; eran medianos, incluso tirando a grandes. Un 34D. Unos 95 cm. de busto.

Unos días despúes, estábamos viendo una película XXX, y al ver a la protagonista, él comentó: “¿Ves? Mirá qué líndo busto tiene la chica”. La actriz, como se podrán imaginar, exhibía un par muy, muy destacable.

Todo esto empezó a dame vueltas en la cabeza. Adoro a mi marido. Es el sol de mi vida, lo mejor que me ha pasado. Me hace feliz hacerlo feliz. ¿De verdad le hubiera gustado que tuviera tetas más grandes?

Empecé a sondearlo, sacándole el tema en varias oportunidades. Al principio le restaba importancia. “Oh, fue sólo un comentario”, decía.

Pero de a poco me fui dando cuenta que no había sido sólo un comentario. Vaya. En dos años de noviazgo y tres de matrimonio, nunca había sospechado este gusto de mi marido. Le gustaban mucho las tetas grandes. Mucho, mucho. No había duda. Era su fetiche.

A partir de entonces, cada vez que veíamos una pelicula porno, yo sentía celos de la protagonista y sus grandes pechos, suponiendo (o más bien, sabiendo) que mi marido estaba encandilado por ella.

Un buen día me decidí a planteárselo de frente.

—¿Te gustaría que me agrandara el busto, un poquito? —le dije.

Me miró, y no me contestó. No me dijo que sí, pero tampoco que no. Me di cuenta que eso significaba, en definitiva, “sí”.

De a poco, empecé a buscar información en Internet sobre cirugía de agrandamiento de busto. No era que estuviera muy decidida aún, pero fui averiguando.

Finalmente, una noche, me decidí. Iba a hacerlo. Quería hacer feliz a Oscar.

Con lo que había podido averiguar en la web, un día concurrí a una clínica especializada en esa clase de cirugías.

Me dieron una entrevista con un médico cirujano especialista. Cuando el médico me preguntó cuánto quería aumentármelos, simplemente tomé el celular y le mostré una foto que había encontrado en Internet. En ella se veía una mujer con unos pechos bien grandes, algo así como DDDD, unos 110 cm de busto.

—¿Es posible? —pregunté, sintiendo que me sonrojaba.

El profesional, sin inmutarse en lo más mínimo, me dijo:

—Sí, es perfectamente posible.

Acto seguido, el profesional me explicó las distintas posibilidades. Lo más importante era: ¿Siliconas o grasa propia? El procedimiento con transferencia de grasa del propio cuerpo (lipoimplante o transferencia de grasa autóloga) era más engorroso, pero tenía muchas ventajas.

Al estar rellenos de grasa, los pechos quedaban prácticamente igual que como hubieran sido naturalmente. La misma apariencia que los pechos naturales, la misma consistencia que los pechos naturales, se movían y bamboleaban igual que los pechos naturales. Esto no ocurría con las siliconas, que se movían, se veían y se sentían al tacto distinto de los pechos naturales.

Además, no existía la posiblidad de rechazo del organismo, como podía ocurrir con los implantes de siliconas.

Más aún, las siliconas podían desacomodarse con el paso del tiempo, al ir envejeciendo el tejido natural circundante, y requerir nuevas cirugías.

Sin embargo, el lipoimplante también tenía sus inconvenientes. Era necesario tomar grasa de algún lugar del cuerpo, lo cual, obviamente, implicaba dos operaciones en paralelo. En mi caso, siempre he sido de trasero gordito, de modo que podía tomarse la grasa de allí.

Sin embargo, no necesité pensarlo. Si hubiera querido agrandarme los pechos sólo por la apariencia, para sentirme mejor yo, hubiera elegido las siliconas. Pero mi motivación era hacer feliz a mi marido. De modo que era importante que se viesen, y se sintiesen al tacto, igual que los pechos naturales. Lo haríamos con lipoimplante, pues.

Cuando salí de la clínica, tres horas después, todo había quedado acordado. Había reservado la fecha y horario de los exámenes previos, y el día y horario de la operación, y había dejado pagada la mitad del precio total.

Me detuve en la vereda y respiré hondo. Ya está. No había vuelta atrás.

No voy a abundar en detalles sobre la preparación, la operación en sí y el post operatorio, porque fue lo de siempre en estos casos. Mi marido me llevó el día indicado a la clínica, y me acompañó durante todo el proceso. Cuando desperté, me dolían las cuatro partes donde se habían hecho las incisiones. Una en cada pecho y una en cada nalga. Me palpé suavemente los pechos a través del corpiño post operatorio. Se sentían realmente grandes. Cuarenta y ocho horas después me dieron el alta y me enviaron a casa. Debía volver la semana siguiente (y luego la otra) para los controles y ese tipo de cosas. Por ahora llevaba un corpiño post operatorio, que debía usar los siguientes dos meses. No era muy sexy que digamos, pero cumplía su función.

Así comenzó mi nueva vida, la de una mujer con mucho busto.

Dos meses después pude comenzar a dejar de usar el corpiño post operatorio y llegó el momento de adquirir corpiños adecuados a mis nuevas medidas. Así, pues, salí a caminar buscando una lencería.

Me daba un poquito de vergüenza entrar a un local y tener que pedir un corpiño tan grande, pero al fin de cuentas, todas las mujeres con grandes pechos debían hacerlo.

La experiencia fue frustrante.

En la primera lencería en la que entré, no tenían nada para un busto de mi tamaño. “No, señora, no tenemos ese talle…”.

Entré en otra lencería. Tampoco tenían. “Si quiere le podemos traer…”. Era como entrar en una zapatería y pedir un número 42. Había tan pocas mujeres con un busto como el mío, que la mayoría de las lencerías no lo trabajaban.

Decidí probar en la lencería más grande que había por la zona. “Sí, creo que algo tenemos.” Tenían sólo tres corpiños de ese tamaño, pero al menos tenían.

Aunque pueda parecer extraño, fue realmente allí, al ver los corpiños 34DDDD, que tomé real consciencia del tamaño de mis pechos. ¡Allí sobre el mostrador las copas parecían enormes, cada copa parecía un paracaídas…!

Dos de los corpiños no eran muy sexys que digamos. Es algo que suele suceder con los corpiños grandes. Están pensados para cumplir su función de sostener el peso de los pechos. La apariencia es secundaria.

Sin embargo, el otro corpiño estaba bastante bien, bastante atractivo, por suerte. No sabía cuál llevarme. Supuse que mi experiencia anterior en materia de corpiños no me iba a servir ahora. Debía aprender desde cero. Me llevé los tres.

Ya en casa los miré en detalle. Las copas eran tan grandes que cuando me las apoyaba en la cara me cubrían todo el rostro, y aún sobraba tela. Me probé uno de ellos.

Ahora, con el armado que les daba el corpiño, mi busto sobresalía más aún. Me puse encima un sueter. Sí, ahora mi busto era llamativamente grande.

Así aprendí el principal problema de tener mucho busto: es difícil encontrar corpiños.

También aprendí que hay poca variedad para elegir. La mayoría son muy poco atractivos, tipo “abuelita”.

Y un tercer problema: tener mucho busto sale muy caro. Los corpiños de copas muy grandes son muy costosos.

De hecho, recuerdo que una vez nos pusimos de acuerdo con dos amigas para recorrer lencerías en plan de comprar corpiños. En casi todas las lencerías mis amigas tenían montañas de modelos para elegir. En cambio, para mí, o no tenían nada, o tenían unos pocos modelos. Era frustrante.

También era un problema comprar un conjunto de corpiño y bombacha. Si me quedaba bien el corpiño, me queda grande la bombacha. Si me quedaba bien la bombacha, me quedaba chico el corpiño. Lo mismo ocurría al querer comprar una bikini. Por suerte, tanto en el caso de la ropa interior como en el caso de la bikini, había casas que vendían las dos partes por separado.

Con el tiempo fui descubriendo nuevos inconvenientes de tener mucho busto.

Por ejemplo, para la práctica de deportes. Con mis amigas (o a veces con mi marido) solíamos ir al club a jugar tenis, o salir a correr. Me encontré con que al moverme, mis senos se bamboleaban terriblemente. Bum, bum, arriba y abajo, bum, bum, a derecha e izquierda, bum, bum, para aquí y para allá.

Tuve que comprar un corpiño deportivo de muy buena calidad, que me salió bastante caro. Tampoco resultó la solución total, pero ayudaba.

Dormir era otro problema. No podía hacerlo boca abajo. Siempre fue una de mis posiciones preferidas para dormir. Pero ahora prefiero dormir boca arriba o de lado. Con mis grandes pechos dormir boca abajo resulta bastante incómodo.

Y, cuándo no, otro problema eran los maleducados que nunca faltan.

Una tarde iba caminando de regreso a casa, y pasó a marcha lenta un camión. En la parte de atrás iba un grupo de obreros. Al pasar, uno de ellos me gritó:

—¡Negra, qué tetas!

Risotadas y festejos de sus compañeros.

Era la primera vez que me decían una grosería. Me di cuenta, con resignación, que a partir de ahora era algo que podía sucederme.

Voy caminando por la vereda con mi carrito de compras. Paso delante de unos muchachotes sentados a la salida de un zaguán, tomando cervezas. Uno de ellos, lo suficientemente alto para que sus amigos y yo lo oigamos, musita:

—¡Qué par de melones!

Risitas de sus amigos.

Paso delante de un edificio en construcción. Desde lo alto, un albañil exclama:

—¡Está buena la tetona!

Risas de acá y de allá.

Un día me enteré que muchos vecinos del edificio encuentran divertido referirse a mí como “la tetona”. Vaya… Antes era la señora del 5ºA. Ahora soy la tetona del 5º A.

Estos incidentes hicieron que empezara a sentir vergüenza de mis grandes pechos. Sin querer, empecé a caminar algo encorvada, para que mi busto no sobresaliera tanto. Aunque sabía que era algo que no debía hacer, porque esa postura podía provocarme problemas en la columna y otras complicaciones.

También he tenido que lidiar con uno de los problemas que tienen (que tenemos) las mujeres con mucho busto: los breteles. Se hunden tanto en mis hombros, debido al peso de mis pechos, que me lastiman. Consulté esto con una mujer en la lencería y me vendió unas almohadillas especiales, como de diez centímetros, que se ponen debajo de los breteles y alivian bastante.

Llegaron los meses del verano y descubrí otro problema que solemos tener las mujeres con mucho busto. Tenía mucha sudoración en el surco intermamario (espacio entre ambos pechos) y en el surco submamario (el pliegue en la parte inferior de los senos). La transpiración me producía irritación y eczema, con picazón y sarpullido. Debía ponerme cremas y antitranspirantes entre los pechos y debajo de los pechos. Si no le prestaba los cuidados necesarios, este problema podía derivar en la aparición de hongos.

Mi único consuelo es que mi enorme busto me ha dado el tipo de satisfacción que había buscado: mi marido está feliz.

Una noche de viernes, lo esperé de manera especial. Como de costumbre, cuando llegó lo hice sentar en el sillón, le aflojé la corbata, le quité los zapatos y le traje un buen vaso de cerveza y unos bocadillos. Hasta ahí, lo habitual. Entonces le dije que esperara.

A continuación, apagué la luz y encendí una lámpara. Un rato después, hice mi aparición.

Delante de él, comencé a bailar suavemente, mientras me iba desabotonando la blusa. La prenda cayó al suelo, dejando a la vista un corpiño muy sexy cubriendo mis grandes pechos. Comencé a bajarme el cierre de la pollera, que también se deslizó hasta el suelo, dejándome en corpiño y bombacha. Abrí mucho los ojos, parapadée y me puse un dedo índice en la boca, poniendo cara de nena boba, de rubia tonta. Me deshice de un zapato, luego del otro. Me senté en una banqueta y tomé el borde superior de mi media red de nylon y, estirando la pierna y extendiendo el pie, comencé a enrollarla lentamente, hasta llegar a la punta del pie. Allí mantuve la media enganchada en el dedo gordo, y luego pegué un suave tirón. La media se desprendió y ondeó en el aire. La tomé por ambos extremos y me la pasé vairas veces por debajo de la entrepierna, adelante y atrás. Luego la tomé, me acerqué a mi marido y se la deposité suavemente en la cabeza. Él miraba sin perder detalle. Repetí todo esto con la otra media y se la deposité en la cabeza. A continuación enganché un dedo pulgar a cada lado de mi tanguita. Le di la espalda y comecé a bajarla, lentamente, haciendo sobresalir mi trasero mientras me iba agachando. Me di vuelta y rápidamente me cubrí el pubis con ambas manos, juntando las piernas y poniendo cara de contrariedad.

Y llegó el momento más importante. El corpiño. Otra vez le di a espalda y juntando las manos por detrás desprendí el ganchillo. Me puse de frente a él y lentamente dejé caer un bretel, y luego el otro. Ahora mantenía las copas en su lugar sujetándolas con ambas manos, mientras ponía cara de bebota asombrada, de rubia tonta. Después de crear un momento de suspenso, dejé caer el corpiño, pero rápidamente me cubrí los pechos con ambas manos, prolongando así el suspenso. Por fin retiré las manos y mis grandes pechos quedaron a la vista. Comencé a bailar suavemente, mientras me acariciaba los pechos, los amasaba, los estrujaba, tomaba mis pezones con dos dedos y tironeaba de ellos. Hacía que se bambolearan, a un lado, al otro, hacia arriba, hacia abajo, haciendo círculos. Mi marido miraba hipnotizado. Me acerqué lentamente a él, y me arrodillé. Empecé a desabotonarle la bragueta. Le desprendí el cinturón y le bajé los pantalones y el calzoncillo. Tenía el pene duro como una barra de acero, a punto de estallar y totalmente empapado de líquido preseminal. Comencé a hacerle una fellatio. Mejor dicho, intenté hacerlo. Él estaba tan excitado que apenas si pude pasar la lengua un par de veces por el glande, allí mismo se corrió como un animal salvaje, con un sonido gutural y prolongado, soltando un enorme chorro que me dejó la cara empapada de semen.

Son episodios como estos los que me compensan largamente de todos los problemas que me causan mis enormes pechos.

Por ahora, no tengo problemas en la columna, ni dolores en el cuello o la espalda. Pero sé que es algo que suele sucederles a las mujeres con mucho busto debido al excesivo peso de los pechos. Y me puede empezar a ocurrir a mí en cualquier momento. Estoy preparada para lidiar con ello cuando llegue el momento.

Por lo demás, ya me he acostumbrado a ser una pelirroja tetona.

Todo sea por ver feliz a mi marido.

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