Fue el gracioso de mi marido el que insistió en que la fiesta de mi cumpleaños fuera algo especial, debido a que en ese año cumplía ya los treinta. También fue él quien decidió que la fiesta fuera de disfraces y que los nuestros, en recuerdo de una graciosa anécdota del viaje de novios por Grecia, que no viene al caso, fueran de Minerva y el minotauro.
Él se encargó de organizarlo todo con la ayuda de nuestros amigos incluyendo, incluso, la elección de nuestros trajes. La verdad es que el suyo le quedaba casi perfecto, pues parecía totalmente un toro puesto de pie, al que solo se le veía la boca, ya que hasta los ojos quedaban ocultos detrás de la graciosa mascara. Pero yo me sentía algo incomoda con el mío, dado que este era bastante más descocado de lo que yo me suelo poner.