Eran las diez de la noche y Rodolfo estaba desnudo esperándome tendido en una cama redonda de un hotel tres estrellas de una zona muy tranquila de la ciudad, con escaso ruido, iluminación tenue con lámparas pequeñas, música de los años setenta que me hacía recordar aquellas películas de Ron Jeremy, actor de ese cine porno memorable, el primer pene del cual me enamoré; también había un buen aroma, una fragancia muy agradable. Yo estaba mirándolo a escondidas desde la puerta entreabierta del baño, estaba preparándome, dándome los últimos retoques para que me haga suya en el ring de las cuatro perillas.