Desde el miércoles mi hija me había avisado que Sofía, su mejor amiga, venía a quedarse el fin de semana con nosotras. Iban a estudiar para una prueba de Derecho, así que me lo tomé como algo rutinario.
El viernes, a eso de las seis de la tarde, sonó el timbre. Yo había llegado temprano del laburo y estaba en el sillón. Fue mi esposa quien abrió la puerta.
—Mi amor, vení a saludar a Sofía —me dijo desde la entrada.
Me levanté tranquilo, sin apuro. Pero cuando llegué al recibidor y la vi… me quedé de cara.
Sofía. Rubia, 24 años, con un cuerpo trabajado, de esos que ves en el gimnasio. Tetas medianas, pero bien formadas, llamativas. Cintura de avispa, caderas firmes. Vestía una calza clara y una remera corta que le dejaba un pedazo de panza al aire. Su perfume llenaba el ambiente, dulce y penetrante.
Mis ojos la recorrieron enterita, de arriba abajo. No pude evitarlo. Ella, en cambio, se mostró totalmente indiferente. Ni un titubeo, ni una sonrisa rara. Como si nada.
Mi esposa fue la perfecta anfitriona, como siempre. Tenía la cena preparada, el cuarto arreglado, todo listo. A las nueve nos sentamos los cuatro a comer. Charlas comunes, boludeces de facultad, risas. Yo hablaba poco, no podía dejar de mirar a Sofía.
Después de la cena, ambas se fueron al cuarto. Decían que querían levantarse temprano a estudiar. Nos quedamos solos con mi esposa en el living. Pusimos una película y abrimos una botella de vino.
Cuando terminó la película, ya eran casi la una y media. Nos fuimos al cuarto y nos metimos en la cama en silencio. Pero apenas las luces se apagaron, ella se me vino encima. Me besaba con ganas, con hambre. Me manoseaba sin pudor. Sus manos recorrían mi pecho, mi abdomen, bajaban con decisión.
Sentí cómo agarraba mi verga, ya parada, y empezaba a pajearme con fuerza, mientras yo le metía mano entre las piernas. Estaba mojada. Le corrí la bombacha hacia un costado y le empecé a frotar el clítoris. Ella gemía bajito, con la respiración entrecortada. Se retorcía contra mi cuerpo. Le metí dos dedos sin problema. Entraron suaves.
De un momento a otro se deslizó debajo de las sábanas. Sentí su aliento caliente bajando por mi abdomen. Y de repente, su boca me envolvió la verga. El calor, la saliva, la lengua. Me la chupaba con ganas. Me recorría desde la punta hasta la base, me succionaba, me lamía todo el tronco. Gemía entre cada chupada. Yo gemía también, cada vez más fuerte.
Fue en ese momento que miré hacia la puerta, estaba entreabierta, y ahí estaba ella, Sofía.
Observando. Callada. La luz tenue del pasillo iluminaba apenas su figura. Tenía puesto un shortcito mínimo y una musculosa que le marcaban con claridad los pezones duros. Una mano le sostenía un pecho. La otra estaba metida dentro de la bombacha.
Se tocaba mientras miraba cómo mi esposa me chupaba la pija. Y yo, lejos de parar, seguí. No sé si fue la calentura del momento o el morbo, pero no hice nada por detenerme, me dejé llevar. Sofía nos miraba y se tocaba con ganas. Mordía su labio inferior.
Mi esposa salió de las sábanas con la boca toda húmeda, me miró y se subió arriba mío. Sin decir nada, me montó.
La puerta seguía abierta y Sofía ahí, mirando, tocándose.
Eso me calentó como nunca. me enloquecía. Yo ya no aguantaba más. Sentía cómo la leche me subía por la verga. Y ahí, con los ojos fijos en Sofía, que se tocaba desde la puerta, me acabé.
Cerré los ojos un momento y cuando abrí los ojos, Sofía ya no estaba. La puerta seguía entreabierta, pero el pasillo estaba vacío. Fue todo morbo
Me desperté temprano ese sábado. Apenas abrí los ojos, lo primero que me vino a la cabeza fue lo de anoche. Las imágenes me pasaban en cámara lenta.
Me levanté en silencio, tratando de no despertar a mi mujer. Me puse el pantalón de entrecasa y bajé a la cocina. Preparé un café cargado, necesitaba aclarar la cabeza. Me apoyé contra la mesada mientras lo tomaba, mirando por la ventana, intentando despejarme, pero era imposible.
Con la taza en la mano me fui hacia la sala. Y ahí estaban.
Mi hija y Sofía, sentadas en el sillón. Mi hija con el pelo recogido, cara de dormida, y Sofía con un shortcito nuevo —más corto que el de anoche— y una remera floja sin corpiño. Saludé con naturalidad, sin mostrar nada.
—Buen día —dije con tono tranquilo.
Ambas respondieron el saludo. Pero los ojos de Sofía… me atravesaron. Fue apenas un segundo, pero lo sentí. Una mirada directa, como si supiera que yo aún pensaba en ella. Como si ella también estuviera pensando en lo de anoche. No era una mirada común. Era fuego. Una picardía muda, como si me estuviera diciendo “te vi… y me gustó”.
El resto de la mañana fue normal. No hubo contacto entre nosotros. No la crucé más. Cada uno estaba en la suya. Yo me mantuve ocupado, haciendo tiempo.
Al mediodía nos juntamos todos a almorzar. La charla era liviana, sin tensión aparente. Mi esposa hablaba de salir a hacer unas compras, mi hija comentaba algo de un trabajo práctico. Yo solo asentía.
Más entrada la tarde, mi esposa se me acercó y me avisó que iban a salir un rato, iban a pasar por lo de su madre y luego dar una vuelta.
Asumí que se iban las tres.
Me tiré en el sillón, puse la tele, agarré el control y me quedé medio tirado, disfrutando del silencio. Estaba cómodo. Solo en casa, o eso creía.
Pasaron unos diez minutos, y de repente, escuché unos pasos. Me sobresalté un poco.
Apareció Sofía en la puerta del living, me quedé helado.
—Pensé que te habías ido con las otras —le dije, intentando disimular el sobresalto.
—No, me quedé. ¿Te jode si me siento a ver tele con vos?
Tenía una sonrisa tranquila, pero esos ojos… esos ojos me decían otra cosa. Se acercó con esa manera de caminar lenta, segura. Y yo sentí que algo empezaba a tensarse otra vez adentro mío.
Tenerla ahí sentada conmigo en el sillón fue una mezcla explosiva de sensaciones. Deseo, nervios, culpa… pero sobre todo, un silencio espeso que me estaba matando. La tele sonaba de fondo, pero no escuchaba nada. Cada segundo que pasaba sin decir una palabra me quemaba por dentro. No sabía si decir algo. No sabía si tocar el tema de anoche, si fingir demencia, si actuar como si no hubiera pasado nada.
Ella miraba la pantalla, o eso parecía. Pero de reojo notaba cómo me espiaba, y esa sonrisa… la misma que me tiró esta mañana. Pícara, cargada de intención.
No aguanté más.
—Perdoname por lo de anoche —le solté, casi sin pensarlo—. No me di cuenta que la puerta estaba mal cerrada.
Ella no se inmutó. Al contrario. Giró apenas la cabeza, me miró con esos ojos celestes y sonrió de costado. Esa sonrisa me atravesó entero.
—No te disculpes… al contrario. Qué suerte que estaba la puerta entreabierta.
Me quedé duro. La miré, sin poder creer lo que había dicho. No me salió palabra. Solo la recorrí con la mirada, de arriba a abajo. Y era perfecta. Tenía lo justo, lo necesario para volver loco a cualquier hombre. Nada le sobraba, nada le faltaba.
—Sé que esto está mal —me dijo—, pero no pude sacarte de mi cabeza en toda la noche.
Me tembló el cuerpo.
No entendía por qué. No me faltaba nada con mi esposa. Me cogía como una diosa, me complacía en todo. Y sin embargo, esa pendeja me tenía hechizado. Era su voz suave, su forma de decirlo, sus ojos, su actitud segura. Me dejé tentar.
Mi bulto empezó a crecer. Se marcaba con claridad bajo el pantalón. No lo podía evitar, y ella se dio cuenta enseguida.
Sin decir una sola palabra, posó la mano sobre mi entrepierna.
Me quedé helado. Esa mano tibia, suave, apretando apenas, como tanteando el terreno.
Debía detenerla. Lo supe. Pero fue más fuerte. No hice nada. Solo la miré a los ojos. Cinco segundos donde no existió nada más. Y ya estaba jugado.
De repente su mirada bajó. Y con ella, su cabeza.
Mientras descendía lentamente, su mano empezó a moverse con precisión. Se coló entre el borde del pantalón y el elástico del boxer, despacio, y ahí la encontró, dura, caliente, palpitando de morbo.
La acarició suave, con ternura. La sostuvo firme, la sacó con cuidado. Y justo cuando su cabeza llegó a destino… yo ya no era dueño de mí.
La miró un segundo, como si la estuviera admirando. Yo tenía el corazón latiéndome en la garganta, la respiración acelerada, y una dureza que dolía.
Su boca se acercó, despacio, apenas abierta. Y sin más, la sentí envolviéndome la pija.
Un calor húmedo, suave, perfecto. Me la chupó con una suavidad que me dejó sin aire. Se la metía en la boca de a poco, profunda, mojada. La lengua se deslizaba con precisión, subía y bajaba con un ritmo cadencioso que me volvía loco.
Tenía los ojos cerrados. La mano que no me pajeaba la apoyaba en mi muslo, con fuerza, como si se anclara para seguir. Se la tragaba sin apuro, pero con decisión.
Yo no podía ni moverme. Solo respiraba agitado, con el cuerpo tenso, con los músculos duros. Mis manos se apoyaban en el sillón, como si necesitara sostenerme. Ella seguía. Me la chupaba con una dedicación que no parecía real.
Sentía las bolas tensarse. Me latía la pija, sabía que no aguantaba mucho más. Estaba por acabar.
Le puse una mano en el hombro, suave, como para advertirle.
—Voy a acabar —le dije, con voz ronca, quebrada.
Ella apenas levantó la vista, me miró fijo con esos ojos celestes, brillantes, llenos de lujuria. No frenó. No dudó. Solo dijo, con la boca húmeda:
—Llename la boca.
Eso fue todo. Gemí con fuerza, y acabé de golpe. Le llené la boca de leche. Ella no se movió. No se apartó. Me lo tragó todo. Ella me miró como si nada. Con la boca llena. Como si ese momento fuera suyo.
Ella se incorporó con total calma. No dijo nada. No hacía falta. Sus ojos me lo dijeron todo. Se acomodó el short, se pasó los dedos por la comisura de los labios y me miró una última vez antes de irse. Ya de pie, y con esa misma sonrisa que me venía quemando desde la mañana, me soltó:
—No cierres la puerta en la noche.
Y se fue. Esa frase me desarmó. Me dejó loco.
A los diez minutos volvieron mi esposa y mi hija. Me recompuse como pude, aunque sentía la piel encendida. El resto del día transcurrió con una extraña normalidad. Como si nada hubiera pasado.
Cenamos los cuatro juntos. Conversaciones comunes. Mi esposa le preguntó a Sofía sobre su vida, cómo iba la facultad, si seguía con novio. Y ahí lo dijo. Sin dudarlo. Que hacía tres años que estaba con un muchacho, y que era muy feliz.
Me descolocó.
¿Cómo que tenía novio? ¿Y todo esto? ¿La mirada en la mañana? ¿El sexo oral en la tarde? ¿La frase de la puerta? ¿Qué carajo pasaba por su cabeza?
No dije nada, pero por dentro hervía. No de bronca, sino de confusión. O de morbo. O de las dos cosas al mismo tiempo.
Llegó la hora de acostarse. Mi hija y Sofía se fueron primero. Las escuchamos subir, reírse bajito por las escaleras. Al rato mi esposa y yo subimos juntos al dormitorio. Cuando entré, dejé la puerta entreabierta, como quien no quiere la cosa. Ni mucho ni poco. Apenas.
Nos metimos en la cama. Ella estaba cansada. Cerró los ojos y a los diez minutos ya respiraba profundo. Dormida.
Yo me quedé boca arriba, con el libro en la mano. Fingía que leía, pero no entendía ni una frase. Mi cabeza era un hervidero.
Podía aparecer. O no. Podía entrar en cualquier momento, o quizás fue solo un juego. Un mensaje para dejarme inquieto.
Pasó media hora. No había señales. El pasillo seguía oscuro. Todo en silencio.
De tanto pensar la sangre se me fue a la verga. Sentía el pulso en la pija, dura bajo las sábanas. No hice ruido. Moví apenas la cintura. Bajé la mano. Empecé a pajearme lento. En la otra, el libro seguía abierto, pero ya no existía.
En mi mente, una sola imagen. Sofía.
Apenas empecé a pajearme, lo sentí. Esa presencia. Levanté la vista, y ahí estaba, parada en la puerta de la habitación.
Descalza. Silenciosa. Como si flotara. Tenía puesta una musculosa blanca con lunares, sin corpiño, que le marcaba cada curva. Los pezones se le dibujaban duros en la tela. Abajo, un short rosado, ajustado, tan corto que le marcaba toda la entrepierna. Podía ver claramente el pliegue de sus labios, como si el pantalón los abrazara.
Me vio con la pija dura entre las manos, debajo de las sábanas, con mi esposa dormida a mi lado. No se inmutó. Llevó un dedo de una mano a su boca, como pidiéndome silencio, mientras con la otra me hacía un gesto. Que la siguiera.
La vi darse media vuelta y desaparecer con la misma elegancia con la que apareció.
No lo dudé. Me levanté lo más silenciosamente posible, tratando de no despertar a mi mujer. Me puse el pantalón del pijama como pude y salí al pasillo. Estaba vacío. Oscuro. No había rastro de ella.
Por un segundo pensé que era un sueño. Una fantasía mía. Me froté los ojos, caminé hasta el baño. Nada. Silencio total. El corazón me latía fuerte, los pies descalzos pisaban frío. Me empecé a desesperar.
Bajé las escaleras en silencio, de a poco. Y ahí estaba, en la cocina.
Parada frente a la ventana, iluminada por la luz de la luna. Era una imagen irreal. Su silueta, su pelo rubio suelto, ese cuerpo de escándalo recortado contra el fondo oscuro. Hermosa. Angelical. Y al mismo tiempo, puro pecado.
Me acerqué lento, con la respiración agitada. Me puse frente a ella, la miré a los ojos, y sin pensarlo intenté besarla. Pero me detuvo.
Me miró seria. Me preguntó si ese lugar era seguro. Si alguien podía vernos. Tenía razón. Yo no estaba pensando. Solo actuaba, dominado por la excitación.
Le dije que el mejor lugar era el garaje. Nadie bajaba ahí. Nadie se asomaba. Estábamos a salvo.
Ella no dudó, me tomó de la mano, y me llevó.
Caminaba delante mío con paso lento, seguro, y yo no podía dejar de mirarla. Ese short era un crimen. Le marcaba las nalgas con una perfección enfermiza. Pequeñas, firmes, bien redondeadas. Se movían con elegancia, con ritmo.
Llegamos al garaje, y en ese instante, el mundo se detuvo.
Un beso profundo, con lengua, cargado de deseo contenido. La apretaba contra mí, mis manos le agarraban las nalgas, firmes, perfectas. Ella me agarraba del cuello, me tironeaba el pelo, me apretaba las nalgas también, como queriendo fundir nuestros cuerpos.
Mis manos fueron subiendo lentamente, le pasé los dedos por los costados hasta encontrar el borde de su musculosa. Se la levanté despacio, y se la quité de un tirón. Quedó con las tetas al aire. Medianas, hermosas, redondas, simétricas, los pezones duros, encendidos.
Le chupé las tetas con todas mis ganas. Le mordía los pezones, suave, los lamía, los tenía entre los labios como si fueran mi salvación. Ella gemía bajito, con la cabeza para atrás, completamente rendida.
De repente se dio vuelta y se apoyó sobre el capó del auto. Esa imagen… su culo elevado, ofrecido, esperándome, me volvió loco. Me puse detrás de ella y bajé su short con lentitud, lo deslicé por esas piernas torneadas mientras me agachaba. Quería contemplarlo todo. Su culo se liberó de la tela. Me hinqué frente a ella y comencé a besarle las piernas, desde los tobillos hacia arriba, centímetro a centímetro, respirando su piel.
Cuando llegué a su entrepierna, me detuve. La noté empapada.
Su concha brillaba con la luz tenue que se colaba desde la cocina. Hundí la cara sin pensar, como quien mete la cabeza en un balde con agua. Era un manjar. El aroma, el sabor, la textura… todo me enloquecía. La lengua le recorría los labios, el clítoris, cada rincón. Ella se retorcía sobre el auto, se apretaba, se abría más. Sus gemidos eran suaves pero intensos, cargados de placer. Mi lengua la poseía, y mis dedos entraban en su concha con facilidad. Se los tragaba enteros, caliente, mojada.
Estaba completamente entregada.
En un momento intentó girarse, como queriendo devolverme el favor. pero la detuve. No quería más chupadas. Me acerqué despacio a su oído
—Quiero cogerte —le dije con voz ronca.
Ella me miró por encima del hombro y me soltó:
—Metemela toda.
Me bajé el pantalón y el bóxer, la pija me saltó como un resorte, dura, pulsando de ansiedad. Apoyé la cabeza en la entrada de su concha, y la froté despacio. La frotaba sobre sus labios, mojándola más, haciéndola vibrar. Ella se volvió loca. Se empujó hacia atrás, y la verga le entró de una, toda, sin pausa ni resistencia.
Ambos largamos un gemido contenido, casi al unísono. La tenía toda adentro, caliente. Me recibió como si me hubiera estado esperando desde anoche.
Empecé a cogerla despacio, saboreando cada embestida. El choque de nuestros cuerpos llenaba el garaje de sonidos húmedos. Cada vez la pija entraba más profunda, cada vez la sentía más rendida.
Ella se incorporó, quedó parada frente a mí con la espalda contra mi pecho, y yo seguía dándosela parado. Le agarraba las tetas, le apretaba los pezones mientras se dejaba coger, callada y ardiente. Mis manos recorrían su abdomen, su cuello, su cintura. Su cuerpo encajaba perfecto contra el mío. Era una locura.
De repente se giró, me miró con una intensidad animal y me empujó al suelo. No sentí el frío del piso. El cuerpo me hervía.
Ella se subió sobre mí, con las piernas abiertas, y sin perder tiempo se dejó caer.
Mi verga entró de nuevo como si fuera su lugar natural.
Se apoyó con las manos en mi pecho y empezó a cabalgarme. Yo no me movía. La miraba. Era ella quien hacía todo.
Movía las caderas con maestría, con un ritmo lento pero profundo, haciendo que mi pija desapareciera dentro suyo en cada bajada. La veía rebotar, sudar, gemir con la boca entreabierta. Me miraba fijo, con esos ojos azules que parecían fuego. Me estaba cogiendo salvaje.
Yo ya no aguantaba. Sentía que me venía, que me iba a explotar todo adentro.
Ella lo notó.
Se inclinó un poco, con esa sonrisa de diosa impura, y me soltó una frase que me voló la cabeza:
—No vayas a acabar… todavía falta que pruebes mi colita.
No nos movimos del suelo.
Apenas acabó de cabalgarme, se levantó sin decir palabra y se puso de perrito, apoyando manos y rodillas en el piso. Menea la cola de un lado al otro, provocadora, sabiendo exactamente lo que hacía. Me llamaba con ese culo perfecto.
Me puse de rodillas detrás de ella. La vista era una locura. Tenía la cola bien levantada, las piernas abiertas, la conchita mojada aún palpitando.
Le escupí directo en el centro. Un hilo de saliva grueso le cayó justo en el punto exacto, deslizándose suave por la ranura. La pija me latía. Se la acerqué con lentitud, apoyando la punta en la entrada de su colita, y comencé a empujar.
De a poco. Sentía cómo se le abría, cómo me iba recibiendo centímetro a centímetro. Ella respiraba profundo, se iba relajando con cada avance. No se resistía. No apuraba.
Cuando la tuvo toda adentro, se aflojó. Apoyó la frente contra el suelo, los brazos estirados, el cuerpo completamente entregado. La cola seguía elevada, ofrecida, abierta para mí. Y empecé a darle.
La cogía despacio al principio, viendo cómo la pija desaparecía dentro de su culito ajustado. La imagen era brutal. Su piel se tensaba con cada embestida, sus gemidos salían apagados al principio, como si no pudiera contenerlos.
Pero la cosa fue subiendo. Mis manos le apretaban las caderas mientras le daba con más fuerza. Las embestidas se hacían más profundas, más rápidas. El sonido de mi cuerpo chocando contra su culo llenaba el garaje. Era un eco húmedo, salvaje.
Ella se tocaba la concha mientras la penetraba. Se frotaba el clítoris con desesperación, gemía cada vez más fuerte. Me gritaba sin gritar, con el cuerpo, con los movimientos, con esa forma en que se empujaba hacia atrás pidiendo más.
Le cogía la cola como nunca había hecho con nadie. Cada vez más fuerte, más rápido. Los dos al borde. Ella gemía, yo gruñía. El calor del momento era insoportable. El aire denso, los cuerpos sudados, el olor a sexo llenándolo todo.
Y de repente, sin mirar, sin detenerse, me dijo con la voz quebrada:
—Acabame ya…
Y fue como una orden.
La tomé por las caderas con ambas manos, la apreté fuerte, y solté toda la leche adentro de esa colita hermosa. Sentí cómo la pija me latía con cada chorro, descargando todo, sin contener nada.
Al mismo tiempo, ella se vino. La vi temblar, gemir con la boca abierta contra el piso, mientras sus jugos le chorreaban entre las piernas. Acabamos juntos. Sin frenos. Sin pudor. Fue perfecto, maravilloso.
Nos quedamos un rato tirados en el piso del garaje, respirando agitados, con el cuerpo rendido, la piel sudada y caliente. No hablamos. No hacía falta. Solo escuchábamos nuestras respiraciones mezcladas con el silencio de la madrugada.
Cuando el corazón volvió a su ritmo, nos acomodamos la ropa. Nos vestimos en silencio, sin mirarnos demasiado. La temperatura corporal bajaba.
Caminamos por el pasillo con pasos lentos, cuidados. Yo la acompañé hasta la puerta de la habitación. Ella se dio vuelta antes de entrar, me miró apenas y dijo:
—Que descanses.
—Igualmente —le contesté.
Se metió en el cuarto y cerró la puerta.
Yo seguí hasta mi habitación. Mi esposa seguía dormida, del mismo lado de la cama, sin moverse. Me acosté con cuidado, sin hacer ruido. Me quedé mirando al techo unos minutos. El cuerpo relajado.
No podía creer todo lo que había pasado. Todo lo que había hecho. Todo lo que habíamos compartido. Lo vivido entre esos muros.
Y así, con esa mezcla de culpa y excitación, me fui quedando dormido.
A la mañana siguiente, todo volvió a su curso habitual.
Me levanté temprano. Bajé, preparé café. La cocina tenía el mismo olor de siempre. El mismo sol entrando por la ventana. En la sala estaban mi hija y Sofía, ya vestida, con la mochila al hombro, pronta para irse.
A los pocos minutos sonó el timbre. Era el novio. El mismo al que dijo amar.
Ella me saludó de lejos, con un gesto leve. Nada más. Ninguna palabra, ningún cruce, ningún guiño.
La vi por la ventana mientras subía al auto. Esperaba que mirara hacia atrás. Que me regalara una última mirada. Pero no lo hizo.
Lo que pasó ese fin de semana… quedó ahí. Murió en esas paredes.
Mi hija, sentada junto a mí, me preguntó qué me había parecido su amiga.
Le respondí con calma, sin dudar:
—Parece buena persona. Inteligente. Te va a venir bien seguir estudiando con ella.
Y era cierto.
En parte.
Al rato bajó mi esposa. Nos saludamos con un beso en los labios. Me preguntó cómo había dormido.
Le sonreí y le contesté:
—Como nunca.