La búsqueda (Cap. I)

En el subterráneo

La tarde era calurosa. En un vagón del subterraneo, casi vacío, Moní escuchaba a Isa. Ella le contaba, entre risas, cómo había terminado su última “búsqueda” (como ella las llamaba): después de comer, el tipo la había llevado a su casa y habían terminado en un cuarto grande, espacioso y blanco. Isa recordaba el techo. El tipo se jactaba del buen tamaño de su miembro (y más o menos tenía razón), pero cogía sólo para él, a lo bestia y sin ritmo, se detenía de la nada y daba bufidos muy extraños, como si todo el tiempo fuera a desfallecer.

Aburrida de estar abajo, Isa había decidido montarlo… o más bien usarlo para masturbarse contra él; cansado, el sujeto ése se dejaba hacer, y eso le daba oportunidad a Isa de llevar su propio ritmo, y de ir como a ella le gustaba: primero completamente penetrada, dibujando ochos con la cadera, para que la fricción le irguiera el clítoris y le diera ánimos para seguir; luego, perreando atleticamente, de abajo a arriba, hasta casi dejar salir el miembro de Juan (sí, ahora recordaba, “Juan”). A momentos (Isa lo sentía) el pene amenazaba con doblarse, y Juan cerraba los ojos; sus bufidos, antes un poco patéticos, ahora le resultaban a Isa muy halagadores.
O, al menos, eso era lo que Moní creía estar entendiendo. El bochorno del subterráneo y el cansancio le entrecerraban los ojos, y quizá la cercanía de su amiga, que había empezado a excitarla, estaba poniendo en su cabeza imágenes más detalladas de las que Isa describía. El viaje era de pocas estaciones e Isa no había querido sentarse, así que ambas iban de pie. Como Moní era más baja, su amiga se le acercaba desde arriba para que pudiera escucharla bien, y a veces, por el movimiento del subterráneo, casi rozaba su oreja.

—¡Qué difícil es la calentura cuándo se está cansada! —pensaba Moní.
Las palabras de Isa eran muy rápidas y silbaban entre sus dientes. Su enorme sonrisa le estiraba los labios, ya delgados, hasta hacerlos diminutos, y hacía que sus mejillas se volvieran círculos perfectos y erguidos. Para tranquilizarse, Moní empezó a ver, no a Isa, sino a la Isa reflejada en el pasamanos del vagón. Después, poco a poco, empezó a verse a ella misma, deformada por el cilindro de metal del que estaban agarradas ambas.
Moní e Isa habían estado juntas durante la preparatoria. En esa época Isa no siempre se sentía atractiva. Salía con un sujeto que se le desaparecía cada semana, que terminaba con ella por tonterías y que —según varias versiones— llegó a engañarla con una chica varios años mayor. E Isa volvía. Aunque nunca lo dijo, Moní notaba que el cuerpo robusto de su amiga, su tierna cara cuadrada, sus mejillas esféricas y perfectas cada vez que reía, la hacían sentir insuficiente.

Por supuesto que ahora a Moní le preocupaba que fuera a la casa (y a la caza) de desconocidos, pero nunca ganó nada pidiéndole que dejara definitivamente a su novio de preparatoria, y no ganaría nada ahora pidiéndole que tuviera más cuidado. Pero la razón principal por la que ahora Moní escuchaba a su amiga contar sus “búsquedas” era porque ahora se sentía culpable. En la preparatoria, Moní era la más afortunada. Era la presidenta de su grupo y la de mejores calificaciones. No era alta y, por tanto, sus formas no eran tan pronunciadas como las de sus compañeras “más buenas”, esas que, en la esquina del fondo a la derecha, llevaban sus grandes pechos en blusas de colores eléctricos y tonteaban bruscamente con los hombres a todas horas. Sin embargo, también en ese sentido, Moní se sentía más hermosa. Precisamente por ser más delgada y más baja, sus pechos resaltaban vivamente, aún en la playera polo roja del uniforme, que ella usaba rigurosamente; lo mismo pasaba, aunque de forma menos llamativa, con sus nalgas, que la práctica del futbol había hecho respingadas y firmes.

Estos rasgo suyos intimidaban a los hombres que no la consideraban su amiga, y hacía que todos sus amigos fantasearan con ella. Sin embargo, la parte de su cuerpo que más le gustaba a ella era su cabello. Su color, que dependiendo de la luz, se acercaba más al marrón, más al pelirrojo o más al bronce, caía en ondas perfectas sobre sus hombros y ayudaba a darle armonía a su cara afilada y pecosa, de ojos largos y un poco felinos. Una vez, durante una clase, el profesor estaba leyendo un poema, que en algún momento decía «sus empavonados bucles / le brillan entre los ojos», y durante un instante vio a Moní, con ese gesto extraño que tenían los hombres cuando se sentían culpables de verla. A Moní no le gustaba ese profesor —que, por otro lado, le encantaba a Isa—, pero se sintió muy feliz de que alguien compartiera su gusto por ese cabello que peinaba tan amorosamente cada mañana.

Desde entonces habían pasado tres años. Ese profesor había renunciado de la nada. Isa lo lamentó mucho y Moní se burló de ella:
—¡No tiene ni tres días que te “desocupó” el idiota de tu novio, y ya andabas buscando pija hasta debajo de las piedras! ¡Pero es que ni era guapo el profe!
—Sí, sí. Igual no era guapo, pero tenía un nosequé.
—¡Un “nosequé”! ¡Un “nosequé”! Señores, —dijo al aire, aunque estaban solas— ¿alguien tiene un nosequé que le regale a esta damisela necesitada?
Así se burlaba Moní de todo el mundo en sus años felices. Pero sí sabía a qué se refería Isa. Ese profesor, joven y regordete, conservaba el carisma juvenil de los universitarios, y tenía una labia graciosa y comprensiva. Sin embargo, a ella esas cosas no le interesaban. Una vez, el primer día de clases, había coqueteado con él, pero había sido solamente para medirlo. Lo hubiera reportado y despedido si él le coqueteaba de vuelta, pero le molestaba un poco que no lo hubiera hecho.

En fin, Moní se sentía culpable por las crudas burlas que había hecho sobre la sexualidad de su amiga, y también por haberla opacado siempre con su propia belleza. En realidad, Isa le pareció siempre muy linda y, ahora mismo, en el subterráneo, en ese día caluroso, hallarla tan atractiva empezaba a resultarle problemático. Cuando empezó a notar que se humedecía, al principio había intentado atribuirlo a su ciclo; luego, al tema erótico de las anécdotas de Isa. Pero ahora, mirándose a mí misma en el pasamanos del subterráneo, tenía que aceptar que moría de ganas de que Isa le besara la oreja y le metiera mano.

Pero, además de la culpa y de la atracción creciente, había otra razón por la que Moní no reprendía las relaciones arriesgadas de su amiga; había otra razón por la que estaba de pie junto a ella, aunque estuviera cansada, porque Isa había dicho que eran unas pocas estaciones. Algo en Moní había cambiado desde que dejó la preparatoria de Isa.

En el pasado (o La fábula de Eduardo y Danielle)

Era enero, hacía dos años. Su último semestre antes de la universidad. Moní saludó a su amigo Eduardo de forma especialmente efusiva. Como era su costumbre, le desordenó el cabello rizado, y le dijo cuánto lo había extrañado en vacaciones. Sin embargo, esta vez, le pasó la yema de los dedos por su mejilla morena y lampiña, suavemente y mirándolo a los ojos. Eduardo se esforzó por no darle importancia, pero al día siguiente, Moní continuó. Se estaban sentando en la biblioteca, para comparar sus tareas de Anatomía, cuando Moní puso la mano en el mismo lugar donde Eduardo iba a ponerla. Moní parecía distraída, pero no quitó la mano. Eduardo planeaba alejar los dedos lentamente, para que Moní no notara nada, cuando ella (que ya estaba hablando de la tarea, sin darle importancia al roce), asió su mano y no volvió a soltarla hasta que dejaron la biblioteca. Dos días después, Moní repitió lo del primer día: revolvió su cabello, le dijo cuando lo había extrañado en vacaciones, y pasó su mano por la mejilla de él. Sólo que esta vez estaban solos, platicando durante una hora libre, en un recobeco que se hacía debajo de una gran escalera de piedra. Allí, Moní lo besó. Él se quedó embelesado un largo momento, pero se alejó, negando fuertemente con la cabeza.
Eduardo, que verdaderamente era uno de los mejores amigos de Moní (o al menos, lo había sido hasta entonces), era un muchacho tímido y amable, adorado por las chicas, que lo buscaban con toda clase de atenciones, por trato respetuoso y su habilidad para escuchar. Los hombres de su edad, por otro lado, lo detestaban. A veces lo consideraban un hipócrita sin carácter, cuya manera de ser se explicaba porque “sólo buscaba poner la verga en algún chocho”; otras veces, lo consideraban homosexual.
Pero esta última opción era improbable, porque Eduardo había empezado a salir con Danielle (“así, con ese nombre que en español suena a hombre”, decía Moní). Danielle era una pelirroja de lindas facciones que, sin ser muy diligente, entendía todo a la primera. Entendía los temas de las clases. Entendía los procesos de admisión a las universidades. Jamás se perdía, porque entendía las direcciones y los mapas. Y entendía también los vicios: entendía a la gente y lo que la gente consideraba malo; entendía los chismes, y sabía muy bien cómo “quemar” a la gente. Durante los festejos que la preparatoria hacía antes de las fiestas de navidad, hubo un concurso de talentos. El público de alumnos y profesores se reunía apretujados en cada uno de los pisos de cada una de las cuatro torres que envolvían el patio central. Allí, en el patio, Danielle subió a un tapanco feo, montado como escenario y adornado con los colores de la escuela. Empezó a hacer chistes; chistes crueles sobre las costumbres: las amigas traidoras; las alumnas que hablaban felizmente de que podían negociar calificaciones por favores sexuales (¿lo hacían, finalmente?); los hombres agresores; los que que se golpeaban a lo estúpido entre sí; los que actuaban grotescamente ser homosexuales activos, solo para humillar a los otros. Los chistes no se dirigían contra nadie en particular pero todos sus compañeros salieron heridos. Y entre los heridos, estaba Moní.
—Hay quienes se sienten tan soberanamente divinos, tan por encima de todos los demás, que pasan por sobre nuestras cabezas, ¡hup!, como si fuéramos sus escalones. ¡Qué ganas de agachar la cabeza para que se fueran de boca al suelo! Me refiero a gente a la que se le da todo en la boca: el mundo los trata como algodón. Mueven los labios y tienen la respuesta correcta a todo. Ganan trofeos corriendo, pateando y gritando como avestruces —aquí Danielle imitaba la clase de gritillo de alegría que daba el equipo femenil cuando ganaba un partido. —¡Y un cuerpo como el suyo! Si yo tuviera un cuerpo así, nunca en mi vida necesitaría un destapacorchos.

E hizo el gesto de abrir una botella imaginaria entre los pechos.
Los chistes eran pésimos, pero todos rieron atronadoramente. Moní juntó todas sus fuerzas para no ruborizarse; para no reaccionar siquiera. Nadie la miró en ese momento; tampoco le dijeron nada al respecto después; casi todas las chicas hablaban de cómo se habían sentido ellas mismas con las palabras de Danielle. Sólo los hombres se ridiculizaban entre ellos. Pero Moní no tenía dudas: todos pensaban en ella. Se la imaginaban haciendo cada una de las cosas que Danielle había descrito. En el fondo, lo que más le dolía es que sólo a ella la atacó por una actitud que no tenía que ver con lo incorrecto o con lo violento, sino sencillamente por su suerte. ¡Qué culpa tenía ella de su suerte! Con todo, Moní evitaba pensar en esto, porque la hacía sentir como víctima de un ataque. ¡No! Ella quería sentir que le habían dado un primer golpe, pero que ella podría contestar.
Fue por eso que planeó una venganza todas las vacaciones, y fue por eso también que cuatro días después de empezado el semestre, besó a Eduardo. Cuando él retrocedió, Moní, lejos de mostrarse indignada, se disculpó.

—¡Ay, qué hice! Nadie debería poner a su mejor amigo en una situación así. Nunca pasó… nunca, nunca…
Así le decía una y otra vez, mientras intentaba retenerlo. Consiguió que Eduardo se sintiera culpable, no sólo de haberla besado, sino también de haberla rechazado y alterado. Este era el principal propósito de la chica, que, sin embargo, en el fondo sí se sentía mal de lo que iba a hacerle a su amigo. Al poner en palabras este remordimiento anticipado, se distanciaba de él; y, lejos de retractarse de su propósito, se daba valor. Cuando Eduardo ya casi había olvidado el beso y se había dejado abrazar por una Moní aparentemente preocupada, la chica tomó una de sus manos. Eduardo lo aceptó, porque consideró que ella pasaba por una emoción fuerte y necesitaba apoyo. Moní se aprovechó de esta flaqueza y se llevó a la boca el dedo cordial de Eduardo, que succionó mirándolo con ojos maliciosos. Luego, sin decir una palabra y casi sin voltearlo a ver, se fue.
Moní pensaba —y los eventos le dieron la razón— que el deseo no nace solamente del gusto o de la provocación: nacía sobre todo de la reflexión, del recuerdo, de las noches solitarias donde la imagen de lo posible va consumiendo la carne de quien desea. Por eso fue paciente, como estaba en su plan. Pasaron dos semanas, en las que no evitó convivir con Eduardo, pero en las que lo condenó a un silencio casi completo, roto por algún diálogo cotidiano, para alternar en él tranquilidad y angustia. Eduardo sin duda ya fantaseaba con su cuerpo: ahora necesitaba fantasear también con su perdón.
Pasadas esas dos semanas, Moní le ofreció, con la cara llena de amabilidad, que podía llevarlo de vuelta a su casa en coche. Él aceptó, por una extraña mezcla de sentimientos: esperaba tocarla, pero también quería ser perdonado. Cuando estuvieron allí, la chica soltó:

—Estoy segura de que ya le dijiste a Danielle.
—No. Claro que no —le contestó Eduardo—. No quiero que se altere, ni que tengas problemas por mí.
¡Pobre iluso! Moní, que antes sólo se permitía a sí misma un top u ombliguera cada semana (los tenía de todos los colores, porque tenía la idea de que alguien intentaría contar cuántos tenía), empezó a usarlos todos los días, y, en los viajes, escuchaban solamente “Despacito”. En esa canción de ritmo incitante, pronunciaba con especial intensidad los versos que venían mejor a su situación “solo con pensarlo se acelera el pulso”, “esto hay que tomarlo sin ningún apuro”, “ven, prueba de mi boca, para ver cómo te sabe”. Las alusiones propiamente sexuales, las cantaba bajito o sonreía ante ellas y las tarareaba entre dientes.
Al menos algunos de esos días, Danielle tuvo que notar que Eduardo se iba con Moní. Cuando estuvo segura de que así era, Moní no lo llevó a su casa. Estacionó el auto frente a un autoservicio, mientras cantaba: detuvo la canción, se calló y miró a los ojos a Eduardo. El beso ahora lo buscaron los dos, para enorme satisfacción de ella. Él llevó su mano izquierda hacia los pechos de ella, pero después de sentirlos apenas, Moní se la retiró.
—Eso no —dijo. Su cara pasó de la orden al juego, cuando se abrió los pantalones cortos y llevó la mano de Eduardo a su pubis. Eduardo acarició primero su vello —quizá porque intuía que eso era lo correcto en escenarios así—, y luego bajó. Las diferencias de textura lo preocupaban: no sabía qué hacer. El clítoris, erguido al tacto, había escuchado que no es conveniente tocarlo en primer lugar. Los labios mayores tenían una textura normal, semejante a la de su propio sexo: una textura de piel mojada, que se resistía al tacto; pero los menores eran dúctiles y plásticos, y la misma forma en la que sus dedos se dejaban resbalar por ellos le sugería que ése era, al menos, el camino inicial. Moní estaba encantada por dos cosas. En primer lugar, Eduardo compensara amablemente su torpeza con interés y deducción; en segundo lugar, esta torpeza revelaba que Danielle aún no se lo había cogido o que, al menos, se lo había cogido mal. La idea tras sus movimientos estaba bien, pero el ritmo era terrible.
Fiel a la canción que los había dirigido los últimos días, Moní le enseñó a Eduardo cómo le gustaba. Le enseñó a circundar su vagina con el dedo cordial, mientras que el índice y el anular empujaban hacia los lados el resto de su vulva, y la muñeca presionaba ligeramente su clítoris al ritmo que ella misma marcaba con su respiración. Todo esto lo explicó con un cariño auténtico, y Eduardo aprendió bien. Moní se preguntó entonces si, en lugar de sólo cogerse al novio de Danielle, no sería mejor “bajárselo”, es decir, conservar a Eduardo para ella misma y hacerlo su novio. Pero como la masturbación le estaba encantando y en ese momento no quería ideas demasiado complicadas en su cabeza, decidió dejar la decisión para más tarde.
La idea que significó el final de todo era en realidad bastante razonable: Moní ya había puesto muy al límite la decisión de Eduardo, jaloneándolo entre emociones distintas. La voluntad de las personas es como una cuerda, y puede romperse con consecuencias inpredecibles. Si ella le exigía que cogieran en la casa de él, un no rotundo podría arruinar o al menos retrasar mucho todo su plan. Por eso, decidió llevarlo a su propia casa —o, mejor dicho, a la casa de su padrastro. El problema es que Moní jamás había cogido en esa casa. Sólo había tenido dos parejas, que habían llevado a lugares lindos y seguros, planeados especialmente para encuentros agradables —aunque ambos, malditos, cuando les llegó el momento de irse al extranjero, dejaron de escribirle ni bien se subieron al avión. Así, Moní ni siquiera sabía, antes de esa mañana, si la casa iba a estar vacía. Cuando averiguó que sí, que su madre estaría todo el día en sus “clases de señora rica”, y que su padrastro no llegaría de trabajar hasta pasadas las 10 pm, no pensó en indagar más.
Pero la idea que quería transmitirle “la señora que les ayudaba en la limpieza” (aséptico e hipócrita eufemismo, para lo mal que trataban a la noble señora), es que su padre iba a llegar, definitivamente, para cenar y dormir, a esa hora. No que no fuera a llegar antes, puesto que era normal que su padrastro regresara por archivos importantes a la casa, más o menos a la hora en la que Moní y Eduardo cruzaron la puerta de entrada. Todo eso, claro, lo sabía la señora, pero no Moní, que casi no estaba en casa.
Así, por una combinación de ignorancia y morbo, Moní quiso cogerse a Eduardo en el comedor. Moní lo volvió a besar cuando habían cerrado la puerta tras ellos; dejó que le quitara el pantalón corto; dejó que la sentara en un banco alto, puesto en una barra que separaba la cocina del comedor; dejó que, allí, arrodillado junto al banco en el que ella estaba sentada, Eduardo besara sus piernas en torno a su ropa interior de color azul eléctrico. Poco a poco se acercaba a la vulva, y Moní lo dejaba hacer. Cuando vio que él no se atrevía, se quitó ella misma la ropa interior revolvió su cabello, como era de costumbre, antes de hacerlo sumergirse en su vulva. Sentada como estaba, todavía, cerraba las piernas en torno a las ojeras de Eduardo cuando quería que él le metiera la lengua, y las volvía a abrir para que él respirara y atendiera más bien los labios o el clítoris.
Él quería reclinarla en la barra que separaba la cocina del comedor, y penetrarla allí mismo. Cuando Moní tuvo un orgasmo, sus piernas apretaron muy fuertemente la cara de Eduardo, para luego finalmente liberarlo. Eduardo, con una mano, tocó la cara de Moní, y puso la otra en su espalda, suavemente, para pedirle que se reclinara. Moní en realidad quería tenerlo encima —quizá las cosas hubieran resultado distintas así—, pero le concedió a Eduardo lo que quería, dándole un condón y diciéndole solamente:
—Como tuve un orgasmo, estoy muy estrecha. Ve con calma.
Y él intentó hacerlo al principio, pero su urgencia era demasiada y empezó a penetrarla desesperadamente, por la vagina, pero desde atrás, tomando el ritmo que le devolvían las nalgas firmes de su amiga. Moní se indignó, y estuvo a punto de detenerlo. Después de todo, ya había conseguido que el novio de Danielle la penetrara; ya tenía su venganza. En lo que se decidía, la incomodidad desapareció y Moní prefirió seguir con el encuentro.
—A Danielle… —decía Moní, mientras gemía, sobreactuando un poco.. —¿Te la has cogido así?… Como siempre lleva ropa holgada no lo sé, pero… ¿está más buena que yo, verdad?
Y diciendo esto con sarcasmo, permitió por fin que las manos de Eduardo bajaran por su top y tocaran sus pezones. Y así habría terminado todo… si Eduardo hubiera terminado. Moní utilizaba todas las técnicas que conocía (sabía, por ejemplo, constreñir a voluntad las paredes de su vagina), pero Eduardo no acababa. Y, para peor, había empezado a perder ritmo, después de veinte segundos de vehemencia venían cinco de inactividad, y Moní, cansada de tomar la iniciativa se aburría. Ella había llegado muy lejos, y tenía que venirse al mismo tiempo que Eduardo, costara lo que costara. Así que lo detuvo, caminó hacia el comedor, se quitó completamente el top, se sentó en el borde de la mesa y se abrió de piernas. El hermoso cabello de Moní le caía sobre los pechos (ella recordó el poema, y pensó de pronto «los empavonados bucles / le brillan sobre los pechos»). Con la mano derecha lo invitó a acercarse; con la izquierda, presionó un pecho para que se viera más levantado. Eduardo tuvo que reprimir el orgasmo que estuvo apunto de tener, sólo de verla.
Él estaba cansado, y se frotaba contra ella en círculos, buscando que disfrutara, por lo menos, de la fricción. Ella recompensaba esta linda consideración, y cada tanto cruzaba las piernas detrás de su espalda y era ella quien se lo cogía. Como a ella le excitaba sobre todo las caras extasiadas de él, le respondía mordiéndose el labio o viéndolo con travesura. Así estuvieron un muy buen rato, porque Moní tenía control de la situación, y eso le evitaba aburrirse.
En algún momento, Eduardo se dio cuenta de que estaba viviendo el momento de forma demasiado mecánica y, sin dejar de penetrar lentamente a Moní, se irguió lo suficiente como para verla toda. Era la chica más hermosa que había visto. Sus pezones de bronce describían círculos rapidísimos, a medida que los pechos se lanzaban hacia atrás con cada lenta embestida. Su piel, (pecosa solamente en las mejillas y alrededor de los ojos), era tersa y blanca. Eduardo era profundamente feliz Para Moní, todo se veía distinto. Tenía encima de ella a un buen amigo, que sin siquiera se había desvestido por completo. Ella era su fantasía, y eso la excitaba sobremanera; sobre todo cuando, ni aún en su pequeño ensueño contemplativo, Eduardo había dejado de entrar y salir de ella. De hecho, lo empezaba a hacer más: la penetraba precisamente por verla hermosa.
Se miraron a los ojos y ambos asintieron. Ninguno de los dos había dicho nada, pero asintieron a lo que ya sabían. Habían llegado a ese extraño punto en el que la ternura no amansa a la excitación, sino que la alimenta. Dieron todas sus fuerzas por veinte segundos más, y acabaron juntos.
Sin embargo, algunos segundos antes de que acabaran, la puerta de la entrada, que miraba directamente a la mesa del comedor, se abrió. El padrastro de Moní había carraspeado con enojo, pero nada más; ya iba a empezar a irse discretamente. Cuando los chicos terminaron y estuvieron en condiciones de sentir que los observaban, Eduardo se quedó paralizado, y Moní tuvo que golpearle el pecho para que se quitara. Como esto fue tan lento, hubo tres o cuatro segundos en que Moní quedó abierta de piernas para su padrastro, casi exactamente como había quedado para Eduardo un rato antes. Su vagina aún no terminaba de cerrarse, y el sudor hacía una especie de rocío sobre sus pechos, proporcionalmente enormes.
Moní nunca fue reprendida. De hecho, nunca se habló del tema en su casa. Pero al pasar de los días, veía cómo su padrastro evitaba verla, o la veía a los ojos con mucha atención. Esto, como ya hemos dicho, le alertaba a Moní de que era deseada, porque si alguien la veía así a los ojos era porque intentaba con toda su fuerza no verle los pechos. Pero eso fue solamente el principio: Moní notaba cómo aquel hombre empezaba a pasar más tiempo en el baño. Sutilmente escuchaba desde afuera, para saber si se estaba masturbando y siempre le parecía que sí. Moní, además, siempre cerraba con llave su puerta antes de dormir; muchas noches tuvo la impresión de que alguien intentaba dar vuelta a la manija, para comprobar si estaba cerrada. Nunca, sin embargo, pudo comprobarlo —cuando abría la puerta, ya no había nadie.
Moní no pudo más. Dejó la casa de su padrastro antes de terminar la preparatoria. Se fue sin avisar, y cayó en la casa de unos familiares más o menos lejanos, con los que iba a pasar un par de años. La escuela donde estaba era carísima: sin su padrastro y sin su madre jamás podría costearse las colegiaturas que le faltaban. Por eso, terminó la preparatoria con un examen y, ahora que estaba en la universidad, trabajaba y estudiaba sin quedarle tiempo casi para respirar. Moní pensaba eso en el subterráneo, mientras veía que su cabello estaba maltratado y opaco. Era lo único exterior que había cambiado en ella: su cuerpo seguía idéntico. Incluso, si cabe, más turgente y esbelto. Pero a ella el cabello era lo que le importaba.
Los cambios interiores, por otro lado, fueron más. Moní adoraba las novelas en las que los protagonistas tienen un problema de carácter, que les hace cometer errores y que termina alejándolos de la felicidad. Si a eso sumamos la idea del “destino”, con la que el cine estadounidense bombardea a los jóvenes, se entenderá que Moní, en ese momento difícil de su vida, se hubiera vuelto supersticiosa. En su manera de ver las cosas, el destino la había castigado por intentar vengarse de Danielle, enviándole un padrastro libidinoso del que se escapó por los pelos. Por tanto, esa debía ser una señal de que el sarcasmo, la venganza y la manipulación debían detenerse. No es que Moní se hubiera vuelto humilde, porque en privado se tocaba con deleite y, si lloraba la lenta pérdida de su belleza, era porque aún embelesaba a todo el mundo. No, su cambio no era la humildad: se volvió callada y pensativa. Ahora escuchaba más, y estaba siempre lista para ser juzgada por ese dios tétrico que siempre parecía estarla acosando: una Suerte que venía a cobrar sus favores del pasado.
Pero, por supuesto, hay que sumar a esto que Moní era ahora muy, muy pobre, mientras que sus amigos, Isa por ejemplo, seguían siendo los mismos mireyes de siempre. Moní se mataba trabajando, sí, pero alguna parte de ese dinero se le iba en fingir que aún podría comer y beber lo que ellos comían y bebían. Otra de las razones por las que ese día, aunque estaba cansadísima, no se sentó cuando Isa le dijo “son pocas estaciones”, era porque todo su antiguo cinismo lo había usado ya, cuando le dijo:
—Bueno, vamos. Pero me tienes que llevar tú. Yo odio conducir con este sol espantoso. Es una estación desagradable para el auto, y por donde vamos al copiloto le da mejor la sombra —esto le dijo Moní, con ese tono mandón que tenía en la preparatoria.
—Mi coche está en el taller.
—¡Ah, el mío igual! ¿Vamos en subterráneo?
Isa asintió. Moní, por supuesto, hace mucho había tenido que vender ese auto donde sedujo a Eduardo. Ahora las amigas iban a un bar. El subterráneo efectivamente estaba llegando a la estación donde debían bajarse.
Pero quizá te preguntes, lector, qué fue de Eduardo y Danielle. Los pocos días que Moní todavía fue a la preparatoria, pudo ver que su venganza no había surtido el efecto esperado. No solamente Danielle, sino muchos otros compañeros, se habían percatado de que Eduardo se iba con Moní; consecuentemente, se había corrido el rumor de que habían cogido, y la indecencia de los hombres de su generación salpimentaba este hecho de toda clase de detalles imaginativos, algunos de ellos, como el sexo oral que él le hizo a ella, con un notable parecido con la verdad. Moní, para quien la aventura se había mezclado con la imagen de su padrastro, evitaba escuchar del tema, y nunca confirmó ni negó nada.
Los hombres dejaron de hablar con Eduardo y sobre él. Le tenían una envidia infinita, pero en el ridículo código masculino que los animaba, no estaba claro si debían expresarla como admiración o como desprecio.
Danielle tuvo sobre todo este asunto una reacción llena de pragmatismo: no podía molestarse con Eduardo en público, porque esto habría dado la razón a los rumores —rumores que, para ella, eran absolutamente ciertos. Abrazaba a su novio y mesaba su cabello como siempre, pero cuando estaban sólos lo atormentaba:
—¿Cuál puede ser un buen castigo? —le decía, fingiendo pensar en opciones. —Quizá podría decir que intentaste abusar de mí. Sí: querías hacerme lo mismo que a Moní, y te pusiste violento cuando me negué.
—Si eso es lo que quieres… —respondía él.
—Quizá debas pedirle a Moní que vaya a tu casa. Yo estaría ya allí. Así podríamos arreglar las cosas todos juntos. Allí tú mismo le dirás que vas a seguir conmigo, porque es tu compromiso. Porque, en el fondo, sólo la usaste para darme celos.
—Si eso es lo que quieres… —respondía él.
Ninguno de estos escenarios se dio, porque Moní dejó la escuela. Danielle, que era virgen, los planteaba sobre todo para excitarse. Cuando Moní se fue, los escenarios se volvieron irreales y Danielle debió buscar otra forma de castigar a Eduardo. Pero eso es una historia distinta.
Lo cierto es que el castigo funcionó. Eduardo y Danielle, pasados tres años, seguían juntos, según lo que le referían a Moní todos sus amigos.
—¡Sólo falta que se casen! —dijo, de la nada, Moní, en el subterráneo. Había odio en sus palabras.
—¿Qué? ¿Quiénes? —preguntó Isa. Moní no se había dado cuenta, pero Isa seguía contando su historia y Moní la había interrumpido.
—Eduardo y Danielle.
—Ah, eso —dijo Isa. Había escuchado ya muchas veces esas ocurrencias de Moní. —La gente ya no se casa a nuestra edad.
Y esa era la última palabra. Moní se seguía viendo por el pasamanos del subterráneo, y estaba a punto de contarle a Isa la historia de cómo había terminado todo mal, cuando se sintió observada, consumida por una vista ajena.

—¡Ahora qué! —dijo, mientras volteaba para sorprender al imbécil que se la estaba comiendo con los ojos.
Pero no había nadie viéndola.
—¡No! —dijo Isa, chillando de emoción. —¡Mira qué coincidencia! ¿Ya viste quién es? Tenemos que ir a hablarle. Por favor. La dos. Entre la dos podemos más. Te recompensaré por esto si me ayudas.
Moní tardó en notar que, en uno de los últimos asientos, fingiendo que no las veía, iba aquel joven profesor al que le gustaba su cabello.

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