Cuando mi mujer me dijo que sería divertido poner una piscina en el jardín, pensé que quería decir diversión de verdad… es decir, sexo. No me enteré de que se refería a darnos baños y jugar en el agua, hasta que estuvo hecha y el dineral ya gastado. Si no fuese por las olas de calor típicas del verano, nunca hubiera metido un pie en esa charca construida con engaños.
Podría haber merecido la pena si por lo menos la hubiera aprovechado nuestro hijo, pero a mi mujer no se le ocurrió la idea hasta que el muchacho tenía ya veinte años y una novia formal con la que pasaba todo el tiempo. Cada vez que miraba la piscina, en lo único que podía pensar era en la fortuna que me costaba llenarla de agua y en lo ridículo que era tener que ver a mi señora nadando como un perrillo moribundo.