Ada no lo podía creer cuando ocurrió, pero ahora nerviosa comprobaba como colgaba de su dedo en su mano, el pequeño aro que antes había estado sujetando las bolas chinas con las que había jugado, pero este maldito cordón se rompió en el momento más inoportuno, con ella a punto de correrse, mientras tiraba, pues le gustaba sentir cómo salía la primera bola y luego cómo se la volvía a introducir y así en un ciclo sin fin, gozaba y se pajeaba mientras practicaba…
—¡Maldita sea! —se dijo de improviso—. ¿Y ahora qué hago? —se preguntó a continuación.
Y de nuevo en el instante más inoportuno sonó la voz de su hijo Edu…