El diario de una madrasta

Soy Sofía. A mis 38 años, pensé que tenía la vida resuelta. Ricardo es un buen hombre. Un hombre proveedor, estable, que me dio un hogar y seguridad. Me ama, o eso creo, y yo le respeto. Nuestro matrimonio es como una casa bien construida: sólida, predecible, a veces un poco fría, pero segura. No hay pasión, pero hay paz. Y después de una juventud llena de tormentas, la paz lo es todo.

Me miro al espejo y ya no veo a la mujer que fui. Veo a una que está a punto de cumplir 40. Veo las primeras canas, esas hebras plateadas que se rebelan contra el tinte negro y que me gritan que el tiempo se está agotando. Mi cuerpo es un monumento a la gratitud y a la cirugía. Gracias a Ricardo, gracias a su dinero, tengo este trasero que parece esculpido y estos senos que desafían la gravedad. Son perfectos, sí, pero no son míos. Son un regalo, una inversión en la juventud que él quiere ver a su lado. Soy una mujer arreglada, financiera y moralmente. Una obra de arte mantenida con el chequebook de otro.

Luego está Alex.

Ah, Alex. El hijo de 19 años de Ricardo. La variable que nunca pude controlar. No es un chico malo, no. Es algo peor. Es un abismo. Una presencia silenciosa en esta casa que me observa con unos ojos que parecen ver a través de mis vestidos, de mis sonrisas, de mi alma. Hay una inteligencia peligrosa en su mirada, una arrogancia silenciosa que desafía mi autoridad sin decir una sola palabra. Es un eco constante de mi juventud rebelde, pero sin mis frenos, sin mi miedo a Dios.

Yo soy la autoridad en este hogar. Puse las reglas. Yo digo lo que se puede y no se puede hacer. Yo mantengo el orden. Es mi rol, mi identidad. Pero cada vez que Alex me mira, siento que mis reglas son solo papel, que mi autoridad es una delgada capa de hielo sobre un lago oscuro y profundo. Y siento que él solo espera el momento adecuado para romperla.

La grieta.

Hoy algo se rompió. No sé qué, pero sé que nada volverá a ser como antes.

Intentaba descansar. La migraña me martilleaba la sien, un pulso sordo y constante que solo parecía empeorar con el estrés de organizar la cena de negocios de Ricardo. Necesitaba silencio. Necesitaba paz.

Y, como siempre, la paz se veía interrumpida por Alex. La música, ese retumbar sordo y monótono que se filtraba por las paredes como un plomo líquido, vibraba en mis huesos.

Subí las escaleras, con cada pescalada mi ira crecía. No era solo por el ruido. Era por la desfachatez, por su total falta de respeto.

Llegué a su puerta. No toqué. La abrí de par en par, como siempre hacía para imponer mi autoridad.

“¡Alex, por Dios! ¿Cuántas veces te tengo que decir que bajes esa mierda de música? ¡Hay gente en esta casa que intenta…!”

Las palabras murieron en mi garganta.

Él estaba allí. A tres metros de mí. Salía del baño adjunto a su cuarto, con el pelo todavía mojado, goteando sobre sus hombros. Y no llevaba absolutamente nada. Ni una toalla. Ni vergüenza.

Me quedé helada. Mi cuerpo entero se detuvo. El aire se convirtió en cristal. Sentí como si el tiempo se hubiera roto en dos: un antes y un después de este instante.

Una voz aterrorizada gritó dentro de mi cabeza: “¡Baje la mirada! ¡Baje la mirada”

Y baje mis ojos ,cometieron la traición. Descendieron. Lentamente, sin mi permiso, viajaron por su pecho, su abdomen, y se detuvieron.

Y lo vi.

Y en ese instante, el mundo se detuvo. La furia se evaporó. La música se desvaneció. No existía la habitación, no existía el pecado, no existía mi matrimonio. Solo existíamos ella y yo. La verga y yo. No era el miembro de mi hijastro; era un dios. Un monumento al poder fálico, un placer que me hipnotizó por completo.

No era una pensamiento, fue una certeza absoluta: “Dios mío”.

No era simplemente un pene. Era una obra de arte. Grande, sí, imponentemente grande, pero no era solo el tamaño. Era la forma. Era hermoso. Pesado, colgando con una autoridad natural, con una juventud y una potencia que gritaban vida. Las venas marcadas, como ríos en un mapa de un territorio virgen y prohibido. Era perfecto.

Y mi cuerpo, mi maldito cuerpo, la traicionera, respondió. Sentí una descarga eléctrica en mi entrepierna, un calor súbito y húmedo que me humilló. Se me cerró la garganta. Me mordí el labio inferior con tanta fuerza para no soltar un gemido.

Reaccioné. O al menos, mi boca lo hizo.

“Baja esa música… que voy a dormir”.

La frase salió entrecortada, sin aliento, sin la fuerza de una orden. Era el susurro de una vencida. No aparté la mirada. No pude. Me quedé allí, un segundo más, un siglo más, bebiendo la imagen que ahora estaba grabada a fuego en mi retina.

Y entonces hui. Me di la vuelta y salí corriendo de su habitación, bajando las escaleras de dos en dos, no para escapar de él, sino para escapar de mí misma.

Me encerré en mi cuarto, con el corazón desbocado y el cuerpo temblando. Me senté en la cama, jadeando.

Algo en mí cambió hoy. Algo se despertó. Y por primera vez en mi vida, tuve miedo no de lo que Alex pudiera hacerme, sino de lo que yo quería que me hiciera.

El bautismo de la humillación.

El agua caliente de la tina era un paraíso temporal. Un remanso de paz que me permitía, por unos minutos, olvidar la guerra silenciosa que se libraba en mi propia casa. Cerré los ojos, dejando que el calor y las burbujas me envolvieran, tratando de convencerme de que todavía era dueña de mi propio cuerpo.

La puerta se abrió sin hacer ruido. No necesité mirar para saber quién era. La energía de Alex llenaba la habitación antes de que lo viera. Abrí los ojos y lo vi allí, de pie, con una toalla envuelta alrededor de su cintura.

“Alex, ¿qué haces? ¡Vete de aquí, ahora mismo!”. Mi voz sonó firme, pero mi corazón se aceleró como un animal enjaulado.

Él no respondió. Simplemente, soltó la toalla.

Esta vez no fue un shock. Fue una revelación. Su verga, ya semi-erecta, colgaba pesada y formidable. No era un accidente, no era una casualidad. Era una declaración. Y en ese momento, supe que ya no podía resistir. Supe que no había más marcha atrás.

Mis palabras eran una súplica, pero mi mirada era una traición. Mis ojos no le pedían que se fuera. Le pedían que se quedara. Le rogaban por el placer que sabía que él podía darme. Él lo vio. Siempre lo veía.

Él se acercó lentamente, como un depredador que se acerca a una presa hipnotizada. Se detuvo justo frente a mí, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su piel. Su verga, ya no colgaba pesada. Se había llenado, se había endurecido, y ahora apuntaba hacia mí, como un acusador.

“No… por favor… Alex, no…” susurré, pero mi voz era un hilo, una mentira evidente. Mi cara, mi maldita cara, lo delataba. Mis ojos estaban vidriosos, mi boca entreabierta. No era el rostro del rechazo. Era la máscara de una mujer ansiosa, deseosa.

Él no dijo nada. Simplemente tomó su verga por la base y la acercó a mi cara.

La lucha en mi interior fue brutal. “¡No! ¡Es mi hijastro! ¡Esto está mal! ¡Está prohibido!” gritaba mi mente.

Pero mi cuerpo… mi cuerpo se inclinó un milímetro hacia adelante. Y mi lengua, esa traidora, asomó entre mis labios y, en un movimiento lento y reverencial, pasó su punta por la cabeza de su verga. El sabor fue salado, limpio, real. Y con ese sabor, la última barrera se rompió.

“Esto está mal… esto está prohibido…” repetía como un mantra, mientras mi boca se abría y mis labios se cerraban alrededor de sus bolas, chupándolas suavemente, una a una. El sonido húmedo que hice era el sonido de mi propia condena.

Levanté la vista, con sus testículos en mi boca, y lo vi mirándome desde arriba, con una sonrisa de triunfo puro.

“Alex… tú eres mi hijastro… no puedo hacer esto…” dije, las palabras amortiguadas, absurdas, mientras mi lengua seguía trabajando, mientras mi sumisa se deleitaba en la prohibición. “No debería… esto está tan mal…”

Y cada vez que decía “no puedo”, mi boca lo hacía con más ganas. Cada vez que decía “está prohibido”, mi lengua trazaba el contorno de sus bolas con más devoción. Ya no estaba luchando. Estaba negociando con mi alma, y el deseo estaba ganando por goleada.

Me hundí un poco más en el agua, me giré y lo tomé en mi boca. No fue un acto de sumisión, fue un acto de necesidad. Lo chupé con una avidez que me asustó, saboreándolo, devorándolo como si fuera mi última comida. Sentí su mano en mi cabeza, sus dedos enredados en mi pelo mojado, empujándome más profundo.

Después de un minuto, me detuve, jadeando. Lo miré desde el agua, con los labios hinchados y brillantes. “Ya Alex, vete… está rica, sí, pero vete ya”.

Él sonrió, una sonrisa de triunfo puro. Se apartó de mí, como si fuera a cumplir mi orden. “Está bien, me voy ya”.

Vi su verga, dura y goteando, a punto de desaparecer. Y mi boca, mi maldita boca, lo traicionó. Antes de que pudiera pensarlo, me lancé hacia adelante y lo atrapé de nuevo con mis labios. Esta vez no fue con avidez, fue con desesperación. Lo chupé como si nunca hubiera chupado antes, como si mi vida dependiera de ello, como si arrepentirme de no haberlo hecho antes.

El mundo desapareció. Solo existía él, su carne en mi boca, el sonido de mis propios jadeos ahogados.

Hasta que caí en la cuenta.

Me detuve en seco. Me separé de él como si me hubiera quemado. El agua, que antes era mi refugio, ahora me sentía fría. Miré mi reflejo distorsionado en el agua, a la mujer que acababa de actuar como una perra en celo.

“¡Basta! ¡No puedo! ¡Eso está mal!”. Me paré, saliendo del agua con torpeza, goteando sobre el suelo de mármol. Estaba temblando, no de frío, de pánico. Había cruzado la línea y el horror me consumía. Me había rendido por completo, y el terror de mi propia naturaleza me paralizó.

El juicio en la Tina

La realidad regresó como una marea fría. Me separé de él, jadeando, con el sabor de su piel en mi boca y el peso de mi traición aplastándome. “No… no puedo…” susurré, y el instinto tomó el control. Tenía que huir.

Intenté levantarme, mis piernas temblorosas luchando contra el agua. Pero Alex no me agarró. Se quedó quieto, observándome con una calma que aterrorizaba mucho más que la violencia.

“Inténtalo de nuevo” dijo, su voz suave, casi un susurro. “Levántate. Te estoy permitiendo escapar. Ve a ver si puedes”

La oferta era una trampa. Una prueba humillante. Miré la puerta, a metros de distancia, y luego volví a mirarlo. Sabía que si movía un solo pie, me cazaría. Y el castigo sería mucho peor.

“No… te lo ruego” gime, paralizada por el miedo.

Él sonrió. “Entonces quédate. Pero no te muevas. No te atrevas a moverte mientras te juzgo”.

Él se acercó por detrás. Sentí cómo me agarraba el pelo mojado, no con suavidad, sino como si fuera una rienda. Me obligó a levantar la cabeza, arqueando mi cuello en un ángulo incómodo y humillante.

Y entonces, la primera palmada.

¡Pas!

El sonido fue seco, violento, resonando en el cuarto de baño húmedo. El dolor fue agudo, seguido por una ola de calor que se extendió por toda mi nalga. Un gemido escapó de mis labios, un sonido de pura y absoluta rendición.

“Mira como te pones, mami” dijo Alex, su voz baja y peligrosa junto a mi oído. “Roja y caliente. ¿A quién le gusta que la traten así? ¿Dime?”

¡Pas! Otra palmada, en la otra nalga. Esta vez el gemido fue más largo.

“¿Por qué eres tan mala, mami? ¿Por qué me hiciste esperar tanto? ¿Por qué te escondías detrás de tu “moral”?”.

¡Pas! ¡Pas! ¡Pas! Las palmadas llovieron, rítmicas, implacables. Cada una era el pago por una discusión, por una mirada de superioridad, por una orden despreciativa. El dolor se mezcló con un placer humillante que me hacía temblar. Cada golpe me hacía más débil, más suya.

“¡No! ¡No lo hagas! ¡Soy tu madrastra!” grité, tratando de aferrarme a las últimas cenizas de mi orgullo. Era el último muro, la última defensa.

Él se rio, un sonido bajo y cruel. Aflojó mi pelo un segundo, solo para darme la palmada más fuerte de todas, directamente en el centro de mi culo, justo sobre mi ano.

¡Pas!

El grito que solté no fue de dolor. Fue un lamento. Un lamento de placer tan intenso que me hizo temblar desde adentro. Mi último orgullo se disolvió en el agua de la tina. Ya no era su madrastra. Ya no era nada. Era solo un cuerpo temblando, esperando.

Él siguió detrás de mí, y sentí la presión. La cabeza de su verga, caliente y dura, se posó justo en la puerta de mi ano.

“No, no, no, no…” susurré, el último suspiro de mi conciencia.

Pero a medida que él lo introducía, lenta pero inexorablemente, mi cuerpo traicionó a mi mente. Solté un sonido que solo había oído en las películas porno, un gemido alto y agudo. “¡Aii! ¡Aii! ¡Sí! ¡Sí!”. Era el sonido de una mujer siendo tomada.

Alex se detuvo, con solo la cabeza dentro, y sintió cómo se tensaba. Su respiración se cortó.

“¡Hazlo tú, Sofía! Tú la quieres adentro”

Yo, en un acto de pura frustración y necesidad, me echo hacia atrás. Un movimiento rápido, brusco. Me la clave sola. El grito que suelto no es de placer, es de shock, de dolor, de autodestrucción.

“¡Maldita sea! ¡Qué rico! ¡Qué rico, maldita sea!” grite, llorando. “¡Tú me hiciste esto, Alex! ¡Tú me convertiste en esto!”

“Sácalo… Alex, sácalo… basta ya” susurré, mi voz rota, temblando. “Por favor…”

Él no se movió. No se movió ni un milímetro. Permaneció quieto, una estatua caliente y viva dentro de mí. Entonces, sentí cómo sus manos se apoyaban en mis caderas, no para empujar, sino para sostenerme.

“Yo estoy quieto, Sofía” dijo, su voz baja, tranquila, llena de una verdad que me destrozó. “Tú eres la que se está moviendo. Tú eres la que está empujando”

Negué con la cabeza, con las mejillas pegadas al mármol frío de la tina. “No… mentira…”

Pero era verdad. Sentí cómo mis propios músculos, instintivamente, se contraían, cómo mi culo apretaba y soltaba, cómo mis caderas hacían un micro-movimiento hacia atrás, buscando más profundidad, más de él. Mi cuerpo, habiendo probado el paraíso, se negaba a dejarlo ir.

La revelación fue demasiado. La humillación de saber que mi propia carne me traicionaba de una manera tan evidente, tan depravada, fue la última gota. Levanté la cabeza lentamente, con el pelo mojado pegado a mi cara. Gire para mirarlo a los ojos.

Y en esa mirada, no había piedad. No había duda. Solo había un deseo oscuro, hambriento y liberado.

“Culeame” dije, mi voz un susurro ronco y firme. “Cúleate a tu madrastra”.

La frase colgó en el aire, una blasfemia perfecta.

Y entonces, con una fuerza que no sabía que poseía, le di la orden final, la que me sellaría para siempre.

“Cógeme”.

La demolición del altar.

El mundo desapareció. El tiempo se detuvo. Solo existía el movimiento. La primera embestida fue tan profunda y tan fuerte que me robó el aliento. No fue una penetración, fue una perforación. Un golpe seco y brutal que me hizo gritar, un grito agudo y ronco que no sonó humano.

“¡Esto por gritona!” rugió él, y cada palabra era un golpe más. Su ritmo se convirtió en un martilleo implacable, una bestia desatada. El agua de la tina salpicaba violentamente sobre los bordes, cayendo al suelo con un ritmo de lluvia torrencial. Cada embestida me empujaba contra el mármol, mis senos rozando el borde frío y húmedo, mis manos deslizándose sin poder agarrarme a nada.

“¡Esto por mandona! ¡Por siempre decirme qué hacer!”.

Mis gemidos se volvieron incontrolables. Ya no eran míos. Eran sonidos primitivos, guturales. “¡Aii! ¡Aii! ¡Sí! ¡Duro! ¡Más duro!”. Gritaba como esas actrices de porno que había visto en secreto, pero ahora no estaba actuando. Yo era el espectáculo. Era la zorra que siempre había temido ser.

“¡Y esto… por creerte una mujer fina! ¡Por creída!”.

Cada insulto era una chispa que encendía un fuego mayor en mí. El dolor se había disuelto por completo, reemplazado por un placer tan intenso que era casi una agonía. Mi cuerpo era un instrumento y él era el músico, tocándome con una violencia que me llevaba a la locura.

Se inclinó sobre mí, su pecho pegado a mi espalda, su aliento caliente en mi oreja. Su voz bajó a un susurro demoníaco, pero sus golpes no se detuvieron.

“Ahora… ahora eres mi puta. Mi zorra”.

Mis ojos se rodaron hacia atrás. La frase fue el detonante final.

“¿Lo ves, mami? Lo que te hacía falta… era una nueva verga en tu culo”.

El clímax se construyó en mi vientre como una tormenta. No era una ola, era un tsunami. Sentí cómo todo mi ser se tensaba, cómo cada músculo de mi cuerpo se contraía hasta el límite del dolor.

“¡Alex! ¡Alex! ¡Alex! ¡Voy a… ¡Voy a…!” no pude terminar la frase.

El dolor se mezcló con un placer tan salvaje que me robaba la razón. Mi cuerpo ya no me pertenecía. Era un instrumento que él tocaba con maestría, sacando de mí notas que nunca supe que podía emitir.

“¡Dame más! ¡No pares! ¡No pares, Alex, por favor, no pares!” grité, mi voz convertida en un alarido primitivo. Ya no era una suplica, era una orden. La orden de una esclava a su amo.

La confesión.

“Uii, mamii… pero mírate… tienes experiencia, ya te han comido por este culo, ¿cierto?”.

La pregunta me golpeó como un rayo. La vergüenza me quemó las mejillas.

“¡Habla! ¿Te gusta por el culo? ¡Habla, maldita puta!”.

Solo podía gemir, una música disonante de placer y humillación. Pero él no se movía. Se quedaba allí, esperando. Y el deseo era más fuerte que la vergüenza.

“¡Sí, Alex! ¡Me gusta por el culo!” confesé, y las palabras liberaron una nueva ola de deseo. “¡Tu papá no me da por ahí! ¡Y me hacía falta, maldita sea! ¡Me hacía muchísima falta!”

La frase final, la humillación absoluta de que mi secreto más profundo no solo fuera descubierto, sino pronunciado en voz alta, fue mi sentencia. Ya no había vuelta atrás. No había nada más que ocultar. Él lo sabía todo.

Él se detuvo de nuevo, su verga enterrada hasta el fondo, mis nalgas ardientes por las palmadas. El silencio era peor que los golpes. Era una pausa para la tortura.

“Tienes un amante, ¿verdad, Sofía?” preguntó, su voz demoníaco . “Di. La verdad”.

Negué con la cabeza, la frente rozando el mármol frío y húmedo. “No… miento… tú eres el único…”.

“¡Mientes!” rugió, y otra palmada, ¡Pas!, me hizo gritar. “¡Mientes otra vez y te juro que te dejo así toda la noche! ¡Dime la verdad!”

El pánico fue paralizante. La vergüenza de admitirlo, no solo a él, sino a mí misma, era demasiado. No podía.

“No… no hay nadie…” susurré, lágrimas de humillación mezclándose con el agua de la tina.

Él se rio, un sonido bajo y despreciativo. Se agachó, su peso sobre mi espalda, su boca junto a mi oído.

“Entonces… ¿te crees una mujer santa? ¿Una mujer de moral? ¿Una buena esposa que solo se ha acostado con su marido?”

Cada palabra era una aguja. Se irguió lentamente, y con una mano, me agarró por el pelo y me obligó a levantar la cabeza, a mirar nuestra imagen distorsionada en el espejo del baño. A verme como estaba: de rodillas, con el culo en el aire, con su verga dentro de mí.

“Pero mírate… mírate bien, Sofía. Mírate como estás ahora. Rogando por mi verga. Gimiendo como una perra en celo cada vez que te la meto por el culo”.

La imagen era devastadora. La mujer en el espejo no era yo. Era una criatura depravada, una esclava del placer. La mujer de moral que yo creía ser era un fantasma, una mentira.

Él soltó mi pelo y volvió a enderezarse. La humillación era total. Ya no podía más. No quedaba nada de la mujer que fui. Solo una cáscara vacía, anhelando ser llenada.

Y entonces, solté. Un torrente de confesiones salió de mi boca, una letanía de mi propia depravación.

“¡Sí! ¡Sí! ¡Síiii!” grité, mi voz rasgada por el llanto y el éxtasis. “¡Soy una puta, Alex! ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy una puta!”

Las palabras eran balas, y cada una me liberaba de un peso que no sabía que cargaba. Ya no luchaba. Ya no negaba. Abrazaba mi nueva identidad.

“¡Tengo un amante! ¡Sí! ¡Y otros más!. ¡Soy una zorra, Alex! ¡Me encanta que me traten así! ¡Me encanta que me uses! ¡Soy una puta!”

Con cada confesión, él volvía a moverse, embistiéndome más duro, recompensando mi verdad con más placer.

“¡Sí! ¡Sí! ¡Sííí! ¡Soy tu puta, Alex! ¡Soy tu zorra!”.

“¿Te gusta la verga de tu hijastro, mami? ¡Dímelo!”

“¡Sí! ¡Me gusta!” gime.

“¡Dímelo todo! ¡Dime que el hijo de mi esposo me está culeando por el culo!” ordenó, su voz un látigo.

Y cuando dije esa frase, cuando esa verdad tan sucia y tan definitiva salió de mi boca, e

“¡El hijo de mi esposo… me está… culeando por el culo!”.

“Soy la puta de mi hijastro y me está rompiendo el culo con su verga”.

Mi cuerpo explotó. Un orgasmo tan violento que me arrancó un grito silencioso. Mis ojos se abrieron desorbitados, mi boca se abrió en un “O” de shock y éxtasis absoluto.

Y entonces, el universo se hizo añicos.

Sentí una presión inmensa en mi bajo vientre, un calor que se expandía como una estrella explotando. No era un orgasmo normal. Era algo más. Algo primitivo y violento. Mis piernas comenzaron a temblar incontrolablemente. Un grito agudo y rasgado se escapó de mi garganta, un sonido que no reconocía como mío, un llanto de perra. ¡Ayyyy, ayyy, ayyy!

Y entonces, exploté.

Un chorro de líquido caliente y transparente salió de mí con una fuerza increíble, salpicando su estómago y sus muslos. Un squirt. Algo que yo misma no sabía que podía hacer, que solo había visto en películas porno y que había juzgado como algo vulgar. Ahora, estaba eyaculando como una macha en celo, con su verga todavía enterrada hasta las bolas en mi culo.

El contraste era abrumador: mi ano estirado y lleno hasta el dolor, mientras mi vagina se vaciaba en un torrente de placer puro. Mi visión se puso blanca. Mis oídos zumbaban. Sentí que me desmayaba, que mi alma abandonaba mi cuerpo por un instante para flotar en ese mar de éxtasis depravado.

Me derrumbé sobre el borde de la tina, con el cuerpo convulsionando en espasmos involuntarios. Alex se mantuvo dentro de mí un momento más, disfrutando de las contracciones de mi culo que lo apretaban sin querer.

Cuando por fin se retiró, sentí un vacío inmenso, un frío que me heló hasta los huesos. Me quedé allí, doblada sobre el mármol, temblando, goteando semen por un lado y el líquido de mi propio placer por el otro. Rota. Renacida.

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