El deseo de mi suegra

Fausto A., o el comisario lobo como lo llamaban en el barrio por una serie televisiva de los 80s, era un hombre rudo, grande y si todo lo que contaba era cierto de coraje extraordinario. Varias veces condecorado por valor al servicio policial y decían por ahí “mejor que te agarre el diablo antes que él”. Claro que de ello ya había pasado mucho tiempo y lo que quedaba de ese justiciero no era más que una pila de arrugas sostenido por un bastón de aluminio y su única hija, Valeria A., mi señora.

Ana Maribel J. (su esposa) acababa de fallecer, por una enfermedad que no voy a nombrar y la congoja era general, Fausto estaba destrozado y en medio del desconsuelo me dijo entre palabras apenas audibles –Era lo máximo, siempre compañera… Siempre leal.

15 años atrás…

Mi mujer y yo teníamos 34 y cumplíamos el mismo día de febrero, lo recuerdo porque el comisario no llegó a probar la torta. Un terrible accidente de tránsito trunco su carrera y precipitó su retiro. Dos meses internado y el triple de operaciones, cuando finalmente lo destinaron a cuidados ambulatorios, fue un alivio para todos. En especial para Maribel y Vale quienes acampaban en el nosocomio.

Por ese entonces yo trabajaba en la inmobiliaria de mi padre, pero había cursado enfermería y poseía conocimientos básicos para poder ayudarlo, así fue que diariamente pasaba por su casa a las cinco de la tarde, le colocaba el catéter, le pasábamos antibiótico, suero… En fin, todo lo referente a su cuidado. La peor parte la tenía el hemisferio izquierdo de su cuerpo, afectado por múltiples fracturas. Estaba postrado, el cuello ortopédico impedía qué la cabeza le quedara colgando y le regalaba una visión entera del techo, en primera fila.

Maribel se había adueñado del cuarto de su hija que desde que se fue de su casa permanecía intacto, cama de una plaza, alfombra de girasol y el clásico póster de Jim Morrison (The Doors) pegado algo torcido, junto con otro de películas ochentosas. Y acá viene lo mórbido de este asunto que no sé cómo explicar, mi suegra tenía 56 años y aparentaba 45, no medía más de uno sesenta y cinco. Curvilínea pareja, de buenas tetas como su hija y un culito bien parado, que siempre relojeaba con recato. Vestía normal, jeans, alguna blusa, nada estrafalario ni provocativo, lo más que llegué a ver que pudiera decir profano fue enfundada en una calza negra.

Me calentaba esa mujer, tengo que admitirlo, pero de ahí a insinuar algo había un mar de distancia. Pasó una tarde como cualquier otra, el comisario estaba enardecido por un compañero de trabajo que había pasado a saludar, un tal Saucedo en ese momento no le di importancia. Le pase la medicación y la somnolencia de siempre no tardo en actuar.

–Miguel… Miguel la quiere cogeeer… Cogeeer. Confesó el héroe con dificultad antes de visitar a Morfeo.

–Hay una caja en mi cuarto, con cosas de Vale cuando iba al liceo. ¿Podrías llevarlas? Preguntó sorbiendo el último trago de café qué siempre bebíamos antes de marcharme.

Sus ojos marrones tenían un brillo particular, qué noté cuando llegué pero no imaginaba la razón. Ni la hubiera acertado nunca. La tv estaba encendida despidiendo una luz violácea qué era lo único que alumbraba aquella sala donde tantas veces cogí a su hija, en horas donde la señora atendía la tienda y su padre hacia cumplir la ley. Maribel entró y cerró la puerta tras mi paso, subió un poco más el volumen del televisor y se descalzo. Yo quede parado como un perfecto idiota, y para recibirme de imbécil pregunté –¿Y… la caja?…

Mi suegra hizo un rápido movimiento y se desprendió del pulóver… Sus manos fueron a su espalda y la sonrisa se confundió con la mía. La verga comenzó a cabecear descontrolada dentro de mis prendas cuando el corpiño se desplomó a su lado, las tetas cayeron víctimas de las gravedad y cuando estuve a punto de hablar alguna otra estupidez se acercó y me cerró los labios con un dedo, llevo mis manos a sus turgentes tetas y nos besamos. La locura estalló y nos tocamos, desenfrenados como ciegos nuevos leyendo braille.

Recuerdo mis manos atrayendo ese culito prieto y las respiraciones agitadas, la mano entró por el hueco de mi pantalón al no poder desabotonar mi jeans y tanteo el pene qué la noche anterior penetro a su hija. ¡Estaba en el limbo! Me desvestí, aun no sé cómo y nos tumbamos sobre el catre, yo caí de espaldas y ella se sentó sobre mi pecho, giró sobre si y ya insinuó lo que quería, le comí cada milímetro de esos pliegues hirviendo qué me ofreció y sentí el maravilloso y hábil succionar de la cincuentona. ¡Dios, fue alucinante!

En ese momento no reparo en pensar como ahora, es que hay cosas que no se pueden cranear. La veterana de lunares en la espalda, me quitó su manjar para ir más allá y coloco la gruesa cabeza de mi verga en su velluda entrada, se acomodó un poco, lo intento, salto, se acomodó de nuevo y se dejó deslizar suavemente de espaldas a mí. –Siii… Dijo suave y contenida mientras la tele ahogaba los embates y varios gemidos en represión. Finalmente la coloque de frente y encima, nunca la había visto tan despeinada. La cogí despacio, como un jinete paseando en la pradera y nos miramos profundamente, no éramos nada ahí salvo un hombre y una mujer.

Mi suegro había despertado y la llamaba…

–Mari… Mari…

–No, hay más tiempo. Susurró. Incrementó el vaivén de las caderas y dos minutos después convulsionaron nuestros cuerpos y sentí la agonía más intensa de mi vida.

–¡Mari… Mari!… Gritaba el paladín mientras nos vestíamos.

Llegue a casa esa tarde vacío de sexo y lleno de culpa. La misma que desapareció al día siguiente. Quise repetir aquello tan divino que me fue regalado, pero jamás ocurrió.

–No te confundas, hay cosas que pasan solo una vez en la vida. Y eso fue una de ellas. Concluyó.

Poco después rehusó mi ayuda para terminar el tratamiento de Fausto y contrató un servicio profesional para no complicar a nadie fueron sus palabras. Salvo alguna mirada cómplice en la mesa tras algún comentario, tuvimos más contacto.

–Si, fue la mujer más fiel que conocí. Conteste sin más.

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