Aún no sé por qué fui a la joda de año nuevo. Estaba hecha mierda, pero necesitaba algo que me sacara de esa angustia que tenía hace algunos días.
Caí a la fiesta pasada la una y media, con cara de culo y el estómago todo revuelto. Con un vestido negro y el escote bien marcado.
Me clavé un par de tragos al hilo, saludé a algunas amigas, traté de sonreír. Pero no conectaba. No estaba. Hasta que lo vi.
Estaba en la consola, con su camisa abierta y las mangas arremangadas. La mirada fija. Arrogante. Como si el mundo entero bailara para él.
Se bajó los auriculares, agarró un vaso de una bandeja y se acercó.
—Tomá —me dijo, sonriente, sin forzar nada.
—¿Y esto? —le contesté, con la ceja levantada, mientras agarraba el vino.
—Es para que te relajes, estás con una carita…
—Gracias —le dije, despacio, sin dejar de mirarlo.
Más tarde, cuando ya me había terminado ese trago, se me acercó de nuevo. Tenía otro vaso en la mano antes de que yo dijera nada.
—Otra vez vos —le dije, medio en broma.
—Me gusta verte con algo en la boquita —tiró y me lo dió.
Se quedó y hablamos boludeces. Me hacía reír sin esfuerzo.
—¿Siempre sos así de confiando con las minas que no te conocen?
—No sos una mina más. Sos hermosa —me contestó, mirándome la boca.
Me largué a reír, bajé la mirada un segundo, y cuando volví a levantarla, ya estaba encima mío.
Me besó sin preguntar, directo. Me agarró el culo como si fuera suyo. Firme, sin dudas, con una seguridad que me mojó al instante.
Después le bailé en la pista. Me movía provocadora, exagerando cada sacudida de caderas. Le pegué el culo contra su pija, lo sentía duro, latiendo contra mí.
Me excitaba que no dijera nada, que no necesitara palabras. Me sostenía la cintura con una mano mientras yo me restregaba.
Me agarró la mano y me llevó a un cuarto. Oscuro, vibrando por la música. Entramos.
Apenas cerró la puerta, me agarró el culo con las dos manos. Lo amasó y me nalgueó mientras me besaba con hambre.
Lo empujé a la cama, me acosté al lado y le pasé la mano por la entrepierna. Estaba tan dura que me excitó más.
Empecé a acariciarlo por encima del pantalón, apretándole la pija despacio. Me besó. Me bajé el escote. Le mostré las tetas y se las devoró.
Me chupó los pezones con fuerza, me los mordió, me los lamía como si quisiera dejarme marcada.
Se recostó, y sin que dijera nada, entendí. Me puse de rodillas y le bajé el pantalón.
La pija saltó como una lanza. Fina, dura, recta. Me encantó esa forma. La agarré con una mano, le escupí la punta sin decir nada y me la metí en la boca hasta el fondo.
Iba lenta, con ganas, haciéndole presión con los labios. Me encantaba chuparle la pija así, sentir cómo se le marcaban las venas contra mi lengua.
Me colgaban las tetas, rebotando mientras bajaba y subía.
—Mirá lo que sos, boluda… —murmuró, entre dientes, mirándome desde arriba.
Mientras tanto, sentí cómo me corría la mano por el vientre, bajando. Me tocaba por encima de la tanga.
Me rozaba los labios de la concha con la yema de los dedos, despacito, como si quisiera medir lo mojada estaba sin meterse de lleno todavía.
Yo me arqueaba sin querer, con la pija enterrada en la garganta.
—Estás empapada, putita —murmuró con la voz ronca.
La solté con un beso húmedo, dejando que se deslizara de mi boca con un gemido bajo.
Me subí sobre él sin pensarlo, dejando que la cabeza de su pija se fusionara con mis jugos, calientes y pegajosos, apenas al tocarme.
La sentí al instante, larga, dura, y la fui metiendo despacio, sin apuro, disfrutando cada centímetro que entraba en mí.
—Uy, así —me susurró, mirándome fijo.
Los ojos se me iban para atrás mientras lo cabalgaba con desesperación. Subía y bajaba sobre su pija dura.
Me volvía loca cómo me tocaba: una mano firme en mi cintura, la otra recorriéndome las tetas, apretándolas, pellizcándome los pezones con bronca.
—Trola de mierda —me gruñó entre dientes.
Yo no respondí, solo seguí como una yegua desatada, con el pelo pegado a la cara y las uñas marcándole el pecho.
Me bajó de un empujón, me puso en cuatro sobre la cama y me nalgueó con fuerza, cada golpe retumbaba en mi piel.
Me la volvió a meter desde atrás, duro, sin piedad. Me tiraba del pelo con ganas, y yo no hacía más que pedirle, jadeando.
—¡Más fuerte, más fuerte! —le decía. Él me respondió con embestidas más duras, obedeciendo cada súplica.
Después me levantó contra su pecho y seguía bombeando sin pausa, apretándome las tetas con bronca, besando mi cuello hasta dejar marcas.
—¿Te gusta que te coja así, puta? —me susurró al oído, la voz ronca y áspera. Yo no podía hacer otra cosa que gemir.
Cambió de posición. Me agarró del brazo y me hizo sentar sobre su pija, de espaldas.
Me dejé caer con un gemido agudo, sintiendo cómo me abría de nuevo. Mi culo rebotaba con fuerza y el ruido del choque era obsceno, húmedo, desesperado.
—Eso, movete, putita —me dijo, jadeando detrás mío. Yo gritaba sin control. Los gemidos ya no eran gemidos, eran gritos animales, rotos.
Él me agarraba fuerte de las caderas, marcándome con los dedos. Me tiraba el pelo hacia atrás hasta que me arqueaba entera, y me daba nalgadas con rabia, una tras otra, haciéndome arder.
—Sos una puta asquerosa, ¿sabés? —gruñó. Yo asentía entre gritos, con la voz temblando.
Cuando estaba por acabar, me empujó con fuerza para que me arrodille.
Le agarré la pija y me la metí en la boca sin dudar. Chupé con desesperación y acabó en mi garganta. Mientras eyaculaba, me sostuvo la cabeza con violencia, hundiéndomela hasta el fondo. No me dejaba respirar.
Me ahogué. Hice arcadas. Se me cerraron los ojos del dolor y el ahogo. Me tragué toda su leche como pude.
—Viniste calladita, seria… y terminaste de rodillas, tragando leche como una puta —tiró mirándome desde arriba.
Cuando me soltó, tosí fuerte. Tenía lágrimas en los ojos. Me limpié los labios con el dorso de la mano, sin decir nada.
Le acaricié la pija con ternura, con la yema de los dedos, como si me diera pena que ya se le bajara.
Pablo me miró desde arriba, con la cara fría. Sin avisar, me dio una cachetada seca en la mejilla. El golpe me hizo girar la cabeza.
—Ya está —ordenó.
Se puso el pantalón sin apuro, con las manos lentas, casi aburridas.
—La concha de la lora —murmuró, mientras agarraba el celular del piso y se encendía un cigarro, sin mirarme.
Yo me puse de pie en silencio. Agarré mi tanga del piso, me acomodé el vestido, me limpié la boca con el dorso de la mano.
Tenía las mejillas rojas, las piernas temblando, la garganta áspera. No hubo despedida. Ni una palabra más.
Salí del cuarto con las piernas flojas. El pasillo olía a humo, a transpiración, a alcohol. Afuera ya empezaba a amanecer. El cielo se aclaraba de a poco.
Me fui sola, pensando en lo mucho que me gustó.