Estoy casi seguro, que de no haber sido por la calentura del momento, ni Laura ni yo nos habríamos embarcado en semejante apuesta a ciegas. Fue un sábado normal y corriente, como cualquiera de los otros cincuenta y dos sábados que tiene el año, sin nada que celebrar, ningún aniversario, ningún cumpleaños, nada absolutamente lo diferenciaba de cualquier otro sábado.
Como tantas otras veces, habíamos quedado para comer con una pareja amiga, Ana Maria y Mario, los cuales al menos una vez al mes nos llamaban para quedar y reírnos un rato juntos mientras tomábamos un bocado. Nuestra amistad con ellos databa de años atrás, ya que nos conocíamos desde nuestra época de noviazgo, y nuestro grado de confianza con ellos había llegado a tal punto que ningún tema se consideraba tabú en nuestras conversaciones. Sin embargo, aunque pueda parecer lo contrario, y Ana Maria estaba más buena que el pan con chocolate y de buena gana me hubiera pegado un revolcón con ella, hasta el momento, el mutuo respeto entre las dos parejas nos había mantenido sexualmente en camas separadas.