Ya más de cinco años rozando el morbo sin llegar al intercambio pleno. Cada roce suponía una sesión de sexo ese día con una excitación inusual. Ella Melisa, de 37 años, pelo castaño, no muy alta y más bien delgada. Yo con 43, también castaño, delgado y dueño de un buen pene, bastante grueso. Días y días de calentura sirviéndonos de la imaginación de lo que pudo haber sido y no fue. Fiestas liberales, playas nudistas, reuniones con amigos, algo de exhibicionismo, etc. Pero nunca un intercambio.
Un sábado salimos y desde una cafetería decidimos:
– ¿Vamos al pub liberal ese que tanto nos gusta?.
– Bueno, pero la última vez casi me viola aquel tío, recuerda – dice Melisa.
– Mujer no te faltó al respeto, solamente te dijo que le tenías desesperado. Le dejaste plantado cuando más excitado lo tenias.
– Yo no le toqué y tú lo sabes. Además no me gustaba, solo me pareció ciertamente que estaba muy salido conmigo. ¿Te hubiera gustado que me follara?.
– No sé, la verdad… ¿Vamos?.
– De acuerdo.
La relaciones públicas nos recibe como siempre, hoy incluso nos dice estar invitados los dos.
– Gracias.
– No, pero no es por parte de la casa, aunque se hará, pero estáis invitados por él.
Y allí estaba el salido, sentado en un taburete consumiendo sin quitar ojo a Melisa.
Melisa se había puesto para esa noche un vestido de una pieza de hilo fino y muy suave, color blanco. Una minúscula braguita tanga y sin sujetador, su pelo peinado en rizos dorados cayendo en media melena.
Con una señal le dio las gracias, mientras yo le preguntaba a mi mujer:
– ¿Le invitamos a sentarse con nosotros?.
– Ya estamos como la otra vez, ese tío no me gusta.
– ¿Estás segura?.
– ¿Qué quieres que me folle?, ¿Te pone eso? Pues venga invítales entonces.
– Solo hablar un rato, mujer, no tienes porqué hacer nada si no te gusta.
Hoy me fijé mejor en el salido. Era un tipo de unos treinta y tantos años, de piel muy oscura, casi negro. De Brasil había dicho que era. Trabajaba en un proyecto de investigación médica en España. Bien vestido, elegante y de pocas palabras, pero con unos ojos muy blancos en la oscuridad que parecían comerse a mi mujer. Los pezones señalados en el vestido, sus pequitas en el pecho y hombros, sus piernas desnudas ahora a la vista muy por encima de las rodillas, con unos muslos que me estaban excitando a mí. El tipo se abría de piernas a menudo y sin miramiento se pasaba la mano por su erección mientras recorría a Melisa con la mirada lasciva. Me estaba poniendo muy excitado, la verdad, pero yo solo quiero que ella se encuentre a gusto, y con lo que me había dicho… Pero entonces saqué la conversación:
– ¿No tienes pareja?.
El negro negó sin apartar la vista de mi mujer dijo:
– Ahora no, estuve casado.
– ¿Vienes mucho por aquí?.
– Bastante.
– ¿Te gusta follar con las mujeres de otros?
Se me quedó mirando un rato, luego dijo sincero:
– Me gusta Melisa.
– Tú a ella no, me ha dicho.
Meli me miró con la boca abierta.
– Entonces, os pido disculpas – se levantó e hizo ademán de retirarse.
– Espera. Quizá Melisa quiera al menos un baile como la vez anterior. Tal vez en agradecimiento por la invitación.
– Esta me la pagas – me dijo ella con muy mala leche. Pero se levantó y fue a la pista oscura a bailar.
Yo mientras terminé mi copa y fijé mi mirada a la pareja madura que se sentaba a pocos metros en ese momento. La señora de no menos de cincuenta era muy elegante y bien conservada. Esperé que se fuera la relaciones públicas y les sirvieran las copas y con discreción la invité a bailar. Sin palabra alguna se levantó tomando mi mano y fuimos hacia la oscuridad.
Ni rastro de Melisa y el negro. Miré y busqué por todos los rincones, Nada.
– ¿Me perdonas unos segundos? – le dije a la señora invitando a sentarse a esperarme.
Recorrí la zona nudista, la zona de interiores discretos, Nada. Por fin me dirigí hacia las camas. Unas cinco parejas follaban como locos unos al lado de otros. La tercera, justo en medio estaba el negro culeando como un desesperado a ritmo frenético, tensaba las piernas con mucha fuerza para penetrar hasta el fondo, se paraba un poco y luego continuaba embistiendo más fuerte. Debajo tenía unas piernas totalmente abiertas y entregadas, con los pies taloneando las nalgas como pidiéndole más. Reconocí las ropas de nuestro amigo en el suelo junto a los inconfundibles zapatos de Melisa.
El vestido blanco subido hasta el cuello y la pulsera en su mano izquierda me dijeron que bajo aquel culo que embestía con fuerza estaba mi mujer. Soltaba pequeños gritos al ritmo de las embestidas. Alzaba los pies y se entregaba por completo abriendo bien sus entrañas. Se agarraba con fuerza a la tela de la cama y luego a sus brazos una y otra vez, estaba fuera de sí. No sé cuanto tiempo pasó hasta que el negro se retiró tirando del preservativo y escalando hasta la cara de Melisa, de inmediato la descargó varios chorros por todo el pelo, el vestido, el cuello, las manos, la pared.
Se tumbó después exhausto y pude ver incrédulo la polla que acababa de recibir mi mujer en su interior, no me lo podía creer, aquel tipo era un fenómeno contranatural. Ya relajado y medio morcillón, el pene era descomunal, lo tenía doblado hacia una pierna y rebasaba el muslo. Su grosor superaba las muñecas de Melisa, y su longitud podría perfectamente presentarse a los records guiness. Unos testículos parecían descansar entre sus muslos como pelotas de tenis dejadas ahí por alguien. Debido a la oscuridad no se apreciaba el color, pero se notaba la diferencia entre el tronco y el glande, en tonos diferentes donde el capullo aparecía de tamaño descomunal, brillante por los jugos y el esperma semejaba una Anaconda buscando su presa.
Melisa permaneció quieta dejándose abrazar por el negro. Tenía los muslos juntos y se pasaba la mano por el vientre. Había bajado su vestido hasta la cintura y de vez en cuando comprobaba el desastre de las manchas tan descaradas. Se tocaba el pelo y miraba sus dedos pringosos una y otra vez. Su sudor daba reflejos en la oscuridad y no paraba de jadear muerta de gusto.
Se me puso la polla como una barra de acero, mi excitación subió al extremo de perder la noción de la realidad y buscar desesperado alguien para follar. Volví a la pista y la señora madura ya no estaba. Fui a la mesa y la encontré junto a su pareja. La tomé de la mano sin preguntar y tiré de ella hasta las camas. Sin oponer resistencia se quitó los zapatos y se entregó al placer. Estaba muy bien conservada, los pechos un tanto caídos, pero muy ricos. Llevaba dos prendas y ropa interior negra, casi se lo arranqué todo, la comí toda la cara, el pecho y bajé hasta el coño, ella abrió como una loca, esperando que la chupara, estaba ardiendo, casi rasurada por completo y con un coño amplísimo, pero muy poco profundo cuando la penetré de un embite. Se agarró a mí desesperada con la palabra ¡Bruto! pero dicha en voz bajita. La embestí con todas mis fuerzas, apoyé los pies en la cama y arremetí como si me estuviera vengando de algo o alguien.
Aquella mujer se me moría de gusto. La traté como si fuera un objeto, lo confieso. En un momento la dí la vuelta y sin lubricante ni nada la busqué el culo, se resistió, pero la sodomicé sin miramiento, emprendí una lucha entre sus gritos y sus jadeos al ritmo de mi culo bajando y subiendo sin parar, mis piernas tensas sujetando las suyas para que no pudiera moverse, mis manos en sus hombros pasadas bajo las axilas la impedían darse la vuelta mientras una y otra vez la dilataba el ano brutalmente.
Extraje el miembro hinchadísimo con un «flop» y me fui hacia mi mujer para embadurnarles a los dos de esperma, pero ya no estaban. Con la polla en la mano a punto de eyacular ví de reojo la silueta de Melisa que me observaba de pie junto a la señora. No lo pensé y me fui hacia mi mujer sujetando los chorros ya a punto hasta que me pegué a ella y la solté todo en el vestido ya en su sitio.
La señora permanecía ahora bocarriba esperando algo, relajada y sumisa. Observó como me corría en mi mujer. Tenía las manos entre sus muslos y parecía masturbarse mirando la escena. El negro ya no estaba ni su ropa tampoco. Yo apenas tenía aún la camiseta puesta, me vestí rápido y volvimos a la mesa. A los pocos minutos apareció la madura mirándome sonriente. Melisa estaba sentada apurando su copa ya aguada mientras miraba al techo.
– ¿Todo bien? – la dije.
– Es lo que tú has querido, y sí, muy bien.
– Yo diría, enorme, más bien.
Me miró, y con una risa sincera, confesó al fin.
– Sí, el tío es discreto, pero es cierto eso que dices, se que lo has visto, luego te cuento como lo he pasado. ¿De acuerdo?.
– Mmmm, de acuerdo.
Y con su mejor sonrisa de gusto y felicidad, dijo:
– ¡Gracias cariño!