La visita inesperada de mi vecina Michelle

Era una tarde calurosa en la ciudad, el sol se filtraba por las persianas entreabiertas de mi departamento, creando patrones de luz y sombra en el suelo de madera. Mi novia, Luci, estaba fuera por un evento de trabajo en otra ciudad, y yo me encontraba solo, trabajando desde casa en mi computadora. El timbre sonó de manera inesperada, rompiendo el silencio. Me levanté del sofá y me dirigí a la puerta, preguntándome quién podría ser.

Al abrir, me encontré con Michelle, mi vecina del piso de arriba. Era una colombiana de unos 24 años, con una sonrisa radiante que iluminaba su rostro moreno. Medía alrededor de 1.60 metros, pero su presencia era imponente gracias a sus curvas generosas: senos grandes que se marcaban bajo su blusa ajustada y un trasero que parecía esculpido por un artista, redondo y firme. Su cabello negro caía en ondas hasta media espalda, y sus ojos cafés brillaban con una mezcla de picardía y urgencia.

“Hola, vecino”, dijo con su acento colombiano que siempre me resultaba encantador. “Perdona que te moleste, pero se me quedaron las llaves adentro del apartamento. Mi roommate me dijo que no llega hasta dentro de cinco horas. ¿Puedo esperar aquí? No quiero quedarme en el pasillo.”

Claro que podía. La invité a pasar, sintiendo un leve cosquilleo en el estómago. Michelle y yo nos conocíamos de vista, de saludarnos en el pasillo, en el parque cerca del departamento, pero nunca habíamos tenido una conversación profunda. Le ofrecí un asiento en el sofá y le preparé un café. Mientras lo bebía, empezamos a charlar sobre cosas triviales: el clima, el edificio, el tráfico de la ciudad. Pero pronto, la conversación tomó un giro inesperado.

“¿Sabes? A veces escucho ruidos desde tu apartamento”, dijo ella con una risita, bajando la mirada como si estuviera confesando algo travieso. “Sobre todo por las noches. Tu novia… Luci, ¿verdad? Suena como si la pasaran muy bien.”

Me quedé un poco sorprendido, pero no pude evitar sonreír. “Ah, sí. Luci es… expresiva”, respondí, tratando de mantenerlo ligero.

Michelle se inclinó hacia adelante, sus senos presionando contra la tela de su blusa, y sus ojos se clavaron en los míos. “Y no solo dos voces. A veces escucho más. Como si hubiera una fiesta ahí abajo. ¿Tienen amigos que se quedan a dormir o algo?”

Sabía exactamente a qué se refería. Luci y yo teníamos ya una relación abierta, y ocasionalmente invitábamos a Karina y Luis, para sesiones de sexo en grupo. Eran noches intensas, llenas de gemidos, risas y placer compartido. No era un secreto para nosotros, pero oír que Michelle lo había notado me excitó de inmediato.

“Bueno, sí”, admití, sintiendo cómo el calor subía por mi cuerpo. “A veces tenemos compañía. Unos amigos que son… cercanos.”

Ella mordió su labio inferior, un gesto que hizo que mi pulso se acelerara. “Suena divertido. Yo vivo con mi roommate, pero ella es más conservadora. Yo, en cambio… me gusta experimentar.”

La atmósfera en la habitación cambió. El aire se cargó de tensión sexual. Vi cómo sus mejillas se sonrojaban ligeramente, y sus piernas se cruzaban y descruzaban inquietas. Estaba caliente, lo podía notar en la forma en que sus pezones se endurecían bajo la blusa, visibles a través de la tela delgada. Mi mente corrió a mil por hora. Luci estaba fuera, pero siempre habíamos acordado comunicarnos sobre estas cosas. Saqué mi teléfono y le envié un mensaje rápido: “Vecina Michelle aquí, se quedó fuera. Charlando y se pone caliente. ¿Luz verde?”

La respuesta de Luci llegó casi de inmediato: “Jajaja, ve por ello. Destrózala por mí. Mándame detalles después.”

Tenía permiso. Miré a Michelle, que me observaba con curiosidad. “Le pregunté a Luci”, dije, mostrando el teléfono. “Me dio luz verde.”

Sus ojos se abrieron con sorpresa, pero luego una sonrisa traviesa se extendió por su rostro. “¡Qué moderna! Bueno, entonces… ¿qué esperas?”

Me acerqué a ella en el sofá, mi mano rozando su muslo. Ella no se apartó; al contrario, se inclinó hacia mí. Nuestros labios se encontraron en un beso tentativo al principio, pero pronto se volvió apasionado. Su boca era suave, con sabor a café y algo dulce, quizás su labial. Mis manos exploraron su cuerpo, subiendo por su cintura hasta llegar a sus senos grandes. Los apreté suavemente, sintiendo su peso y firmeza. Ella gimió en mi boca, un sonido que me endureció al instante.

“Ven, mi putita”, le susurré al oído, probando las aguas con su fetiche. Sus ojos brillaron con excitación, y respondió con un gemido más profundo. “Sí, soy tu putita”, murmuró, su voz temblando de deseo.

La llevé a la habitación, la luz del atardecer bañando la cama deshecha. Michelle se paró frente a mí y se quitó la blusa lentamente, revelando un sostén negro de encaje que apenas contenía sus senos grandes, talla D al menos, con pezones oscuros y erectos. Desabroché su sostén, liberándolos, y los tomé en mis manos, masajeándolos mientras pellizcaba sus pezones. Ella arqueó la espalda, jadeando. “Qué ricos, mi putita”, le dije, dándole una cachetada ligera en la mejilla. Ella gimió más fuerte, sus ojos suplicando más.

Bajé sus jeans, revelando una tanga negra que abrazaba su trasero perfecto, haciendo que sus nalgas resaltaran como una escultura. La tela se hundía entre sus glúteos, resaltando cada curva. Le di una nalgada firme, el sonido resonando en la habitación. “¡Ay, sí!” exclamó, moviendo las caderas. “Dame más, por favor.”

La empujé boca abajo sobre la cama, admirando su trasero. Deslicé la tanga hacia abajo, exponiendo su vagina depilada, ya húmeda y reluciente. “Mira cómo estás, mi putita”, dije, dándole otra cachetada en las nalgas, esta vez más fuerte. Su piel se enrojeció ligeramente, y ella se retorció de placer. Introduje dos dedos en su vagina, sintiendo su calor y humedad. Estaba empapada. Los moví adentro y afuera, buscando su punto G, mientras mi otra mano seguía alternando entre caricias y nalgadas.

Me quité el short que traía, ella no desaprovecho y agarró mi verga por encima del bóxer. “Dios, qué gruesa la tienes”, jadeó Michelle mientras mis dedos la penetraban. “Nunca había agarrado una verga tan gruesa como la tuya.” Sus palabras me encendieron aún más. Me desvestí rápidamente, mi erección dura y palpitante, y ella la miró con ojos hambrientos. “Es la más gruesa que he visto en mi vida”, dijo, lamiéndose los labios.

Me posicioné detrás de ella en estilo perrito, su trasero elevado como una ofrenda. La penetré lentamente, dejando que sintiera cada centímetro de mi grosor. Ella gritó, sus manos aferrándose a las sábanas. “¡Sí, rómpeme, mi amor! ¡Soy tu putita!” Cada embestida hacía rebotar sus nalgas, y le di otra nalgada, esta vez en la otra nalga, dejando una marca rosada. Sus gemidos eran música, y pronto sentí cómo su cuerpo temblaba. “¡Me vengo!” gritó, y un chorro caliente salió de ella, mojando las sábanas en un squirt intenso. Seguí moviéndome, prolongando su orgasmo, mis manos apretando sus caderas.

La volteé boca arriba, separando sus piernas. Su clítoris estaba hinchado, rogando atención. Bajé mi boca, lamiéndolo con movimientos circulares, chupándolo suavemente mientras mis dedos volvían a su interior, buscando de nuevo ese punto sensible. “Eres mi putita favorita”, le dije entre lamidas, y ella respondió con otro squirt, su cuerpo convulsionando. “¡Nunca me habían hecho venir así!” jadeó, sus manos en mi cabello.

La penetré de nuevo en misionero, sus piernas sobre mis hombros para una penetración profunda. Sus senos se balanceaban con cada embestida, y yo los apretaba, pellizcando sus pezones. “Más duro, mi putita”, gruñí, dándole una cachetada suave en la cara. Ella gimió, su vagina apretándome con fuerza. “¡Sí, soy tuya! ¡Dame todo!” Otro squirt empapó mi pelvis, y su rostro era puro éxtasis.

Cambiamos a una posición de cowgirl. Michelle se sentó sobre mí, su trasero perfecto rebotando mientras me cabalgaba. Su tanga, ahora en el suelo, había dejado una marca leve en su piel, y no podía apartar los ojos de sus curvas. “Qué gruesa, Dios”, repetía, sus manos en mi pecho mientras subía y bajaba. Le di una nalgada, luego otra, y ella respondió con otro squirt, el líquido corriendo por mis muslos. “Eres la mejor verga que he tenido”, confesó, su voz entrecortada.

La puse de lado, en una posición cucharita, mi brazo alrededor de ella, mi mano jugando con su clítoris mientras la penetraba lentamente. “Mi putita colombiana”, susurré, dándole una cachetada suave en la mejilla. Sus gemidos se volvieron más agudos, y otro squirt salió, empapando mi mano. Cambiamos de nuevo, esta vez con ella boca abajo, su trasero elevado, y la penetré con fuerza, mis manos alternando entre nalgadas y caricias. “¡Sí, rómpeme!” gritaba, y otro squirt mojó las sábanas.

Finalmente, la puse de rodillas frente a mí. “Abre la boca, mi putita”, ordené, y ella obedeció, sus ojos brillando de lujuria. Chupó mi pene con devoción, lamiendo la longitud, chupando la cabeza, tomando todo lo que podía. Le di una cachetada suave en la cara, y ella gimió contra mí, vibraciones que me llevaron al borde. “Traga todo”, gruñí, eyaculando en su boca. Ella lo tomó todo, lamiendo cada gota, sus ojos fijos en los míos.

Nos derrumbamos en la cama, exhaustos. Michelle se acurrucó contra mí, su mano trazando patrones en mi pecho. “Nunca me habían cogido así”, murmuró. “Esa verga tuya… es la mejor.” Le di una última nalgada juguetona, y ella sonrió.

Horas después, tras una ducha donde la tomé de nuevo contra la pared, el agua corriendo por su cuerpo, Michelle se vistió. Su roommate llamó diciendo que llegaba pronto. Me dio un beso profundo antes de irse. “Dile a Luci que quiero conocerla”, dijo con un guiño. “Y a tus amigos.”

Esa noche, le conté todo a Luci por teléfono, y ella se excitó tanto que se masturbó escuchando. Prometimos invitar a Michelle pronto, quizás con Karina y Luis para una noche inolvidable.

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