Entramos apresuradamente al motel, tanto porque amenazaba una lluvia como la urgencia que nos empujaba a estar juntos. Una campanilla ruidosa y chillona anunció que llegábamos. Un hombre viejo nos recibió desde detrás de una vidriera.
Con voz apagada y algo somnoliento nos informó –Se paga por adelantado, por veinticuatro horas–. Pagamos y volvió a decirnos –Cabaña 24, al fondo, en la luz verde… –Nos entregó una llave atada a una tabla lo suficientemente grande como para no llevársela al irse los clientes.