Me hubiera gustado tener un poquito más de suerte en la vida, al menos durante mi infancia. Cuando tenía tres años, mi padre murió. A mi madre le duró el duelo lo que dura un caramelo en la puerta de un colegio. Un año después ya estaba casada otra vez. Con un buen hombre, eso es cierto, pero tenía una hija de mi edad, Paola, que me resultaba insoportable.
Al principio nos llevábamos como el perro y el gato, hasta el punto que nuestros padres llegaron a plantearse poner fin a su relación por nuestra culpa. Además, yo no soportaba que su padre intentara llenar el vacío que había dejado el mío y a ella le sucedía algo parecido con mi madre.
Los años cambiaron un poco la situación y nos convertimos en algo similar a una familia. Nos seguíamos picando el uno al otro y nos gastábamos bromas, pero habíamos aprendido a convivir. También éramos compañeros de clase. Por un lado era una faena tener que verla también allí, pero por otro nos venía bien, porque ninguno de los dos éramos estudiantes modélicos, y nos podíamos echar una mano de vez en cuando.
El mal rollo que todavía podía quedar entre nosotros, desapareció en cuanto llegó la maldita pubertad. A los once años empezaron sus cambios físicos, y con ellos desaparecieron todas mis ganas de meterme con ella. Que era guapa nunca pude negarlo, pero si a eso le sumabas dos tetitas incipientes, yo ya quedaba totalmente desarmado.
Durante un tiempo parecíamos de dos especies diferentes. Ella ya era un proyecto de mujer y yo un crío fascinado con su anatomía en constante desarrollo. Procuraba que no me pillara mirándola, y no lo hacía, porque todavía no era consciente de lo que despertaba en los chicos. Pero mi madre sí se daba cuenta y me recordaba, con toda la delicadeza posible, que éramos hermanos.
Los pechos de Paola siguieron aumentando a la par que sus caderas se ensanchaban. Empezó a tomar conciencia de sus cambios y apareció la vergüenza típica de la preadolescencia. Comenzó a usar sujetador y a cubrirse más de la cuenta cuando íbamos a la piscina o cuando salía de la ducha.
Yo también empezaba a experimentar los cambios propios de la edad. Lo que sentía por ella ya no era simple fascinación, era atracción sexual. Pensaba en ella constantemente, intentaba verla desnuda mientras se cambiaba e incluso, en alguna ocasión, tomaba prestada su ropa interior para masturbarme. Guardaba en secreto el interés que sentía por mi hermana. Hasta que un día, a los catorce años, estábamos solos en casa viendo una película y se lo confesé. Más o menos.
– Paola, no sé si te has dado cuenta, pero me gustas.
– Tú también me gustas a mí, tonto.
– Quiero decir que me atraes, que estás muy buena.
– Tú tampoco estás mal, pero sabes que es imposible.
– ¿Por qué?
– Quizás por ese pequeño detalle de que somos hermanos.
– Sabes que no lo somos.
– Nando, nos conocemos de casi toda la vida, somos una familia.
En el fondo sabía que tenía razón. Aunque no tuviéramos la misma sangre, una relación fallida podría perjudicar gravemente a la familia, por un simple calentón. Pero es que Paola me ponía mucho y con los años fue a peor.
Para cuando cumplimos los dieciocho, mi hermana ya era todo un bellezón. Tenía unas tetas grandes que te incitaban a meter la cabeza en medio, con unos pezones que siempre se le marcaban. Su culo era otro prodigio, verlo en tanga cuando íbamos en verano a la playa me ponía cardíaco.
Yo tampoco había evolucionado mal. Las chicas me consideraban mono y el trabajo con las pesas hizo el resto. No tenía demasiados problemas para abrir piernas, excepto las que más me seguían interesando. Para entonces, nuestra relación era tan estrecha que me consideraba su amigo, su hermano. Prueba de ello fue que dejó de ser tan cuidadosa. Le daba igual si al pasar por su habitación la pillaba cambiándose de ropa.
La primera vez que la pillé desnuda casi me corro. No había visto unos melones tan perfectos en mi vida. Pese a sus constantes negativas, yo no dejé de insistir en ningún momento, pero su respuesta era siempre la misma. En otras condiciones, sí se hubiera acostado conmigo, pero no podía ser.
El problema era que esa respuesta solo me la daba a mí. En los últimos meses se había ganado una fama de puta que estaba bastante justificada. Se acostaba con casi todos los que iban detrás de ella y tenía que escuchar como mis amigos hablaban de lo bien que follaba mi hermana. No sabía si lo hacía con todos por vicio o porque realmente era muy inocente y creía que la querían para algo más.
La verdad era que solo la querían para aprovecharse sexualmente. No me podía enfadar, al fin y al cabo yo siempre había querido lo mismo de ella. Pero en mi caso, también existían sentimientos. Aunque no fuera amor, yo quería a Paola como mi hermana que era, por contradictorio que parezca.
Como suele suceder, los únicos con los que no se acostaba Paola eran los que sí la veían como algo más que dos tetas y un culo. Uno de esos enamorados, quiso llegar a un acuerdo conmigo. Me ofreció una buena cantidad de dinero a cambio de robar un tanga usado de mi hermana y dárselo. Obviamente, acepté la propuesta, pero como el tío me caía mal, le quise hacer una jugarreta.
Una tarde que estaba solo en casa, fui a la habitación de Paola con la intención de cogerle un tanga, ponérmelo durante un rato y dárselo al pervertido. Rebuscando en el cajón de su ropa interior, a ver si encontraba uno en el que me pudieran caber los huevos, encontré algo que me cambiaría por completo la vida.
Por lo visto, mi hermana tenía un diario en el que apuntaba lo que le sucedía y todos sus pensamientos y reflexiones. Jamás había tenido constancia de su existencia, pero enseguida pensé en lo útil que me podía resultar. Lo llevé a mi cuarto, hice fotos de todas las páginas y lo volví a depositar en su sitio.
Leí cosas de lo más interesantes. Paola se acostaba con todos esos chicos porque estaba buscando a su príncipe azul, como los de las películas y novelas de amor que tanto le gustaban. Decía cosas tan cursis como que su hombre ideal debía oler a rosas, vestir siempre elegante en las citas e ir bien peinado. Pero también quería que fuera cañero y le gustara el rock, especialmente Kiss, su grupo favorito. Algo de lo que nunca había tenido constancia.
En la cama debía ser apasionado y romántico, pero estar abierto a cualquier posibilidad sexual. Tenía que ser bueno en el sexo oral y estar siempre dispuesto a hacérselo, porque ella, según decía, lo hacía muy bien. Todavía no estaba preparada para el sexo anal, pero era algo que quería probar algún día. Leer todo aquello me puso como una moto.
También hablaba bastante de mí, de como me había ido cogiendo cariño con el tiempo y de lo contenta que estaba de ser mi hermana, aunque en los últimos meses le empezaba a resultar bastante atractivo, pero no podía ser por el vínculo familiar y porque tampoco encajaba en lo que ella buscaba de un chico.
Después de leer todo aquello, pensé en que debía aprovecharlo y hacer un último intento. Le pedí a mi madre que me diera algo de dinero y me fui de compras. Adquirí unos zapatos, un par de camisas, una sudadera de Kiss, un perfume con olor a rosas y pasé por la peluquería para desprenderme de las greñas. En cuanto llegué a casa, me puse la sudadera y me senté en el sofá a esperar. Cuando oí sus llaves, hice que sonara «I was made for lovin’ you».
– Pero bueno, Nando, ¿y esa sudadera?
– Ya sé que no te gusta mucho este rollo.
– ¿Qué dices? Kiss me mola un montón.
– Pues no lo sabía, pensaba que era el único.
– Ya, bueno… sabes que soy un poco reservada para algunas cosas.
– Cuando quieras, los escuchamos juntos.
– ¡Guay! Por cierto, te queda muy bien el corte de pelo.
El anzuelo ya estaba lanzado y, poco a poco, mi hermana iba picando. Se había tragado que era fan de su grupo favorito, pero sería más difícil hacerle creer que, de repente, era un apasionado de las novelas románticas, pero esa era la segunda parte de mi plan. Así que, unos días después, fui a su habitación y llamé a la puerta.
– ¿Se puede?
– Sí, claro, pasa.
– ¿Me puedes prestar el último libro que te leíste?
– Sin ningún problema, pero es de amor, me temo que no te va a gustar.
– Sí, sé cual es, me han hablado muy bien.
– ¿Lo dices en serio?
– Te prometo que sí. Dentro de dos semanas estrenan la peli.
– Ya lo sé, tengo muchas ganas de verla.
– Pues si quieres…
– ¿Qué?
– Nada, olvídalo.
– ¿Me ibas a proponer ir juntos al cine?
– Sí, pero sé que ya habrás quedado con tus amigas o algún chico.
– No. Me gustaría ir contigo.
No me podía creer lo bien que me estaba saliendo todo. Lo único negativo fue que me tuve que leer el dichoso libro. Casi todas las noches encontrábamos un ratito para comentar los capítulos que había leído. Su actitud conmigo comenzaba a ser diferente. Me hablaba de otra manera, colocaba de vez en cuando una mano sobre mi pierna o mis hombros. Todo iba viento en popa.
Llegó el día del estreno y todo seguía en pie. Habíamos acordado que yo la invitaría a cenar y luego ella pagaría las entradas. Cuando terminó de arreglarse y salió al salón, se quedó sin palabras al verme. Llevaba la camisa y los zapatos nuevos, me había peinado y me había puesto el perfume que tenía reservado para la ocasión. Ella también iba espectacular, pero eso no era novedad.
– Nando, no pareces tú.
– Si había una noche para ponerse guapo, era esta. Tú también estás preciosa.
– Gracias, ¿nos vamos?
– Sí, cuando quieras.
– Un momento, ¿a qué hueles?
– Me he puesto un poco de perfume.
– Huele a rosas, ¡me encanta!
Nuestros padres escuchaban atónitos nuestra conversación, como si les hubieran cambiado a sus hijos. Los tiempos de peleas habían pasado hacía años, pero esta nueva faceta nuestra tampoco era habitual. En cualquier caso, parecían contentos de vernos así y solo nos pidieron que no llegáramos muy tarde.
Como ninguno de los dos teníamos todavía carnet de conducir, cogimos un taxi que nos llevó a un restaurante próximo al cine. Durante la cena hablamos sobre el libro y las escenas que esperábamos encontrarnos en la película. Me dijo que le gustaba mucho todo lo que estaba descubriendo de mí y que se alegraba de ver que tenía una parte sensible y que se sentía más conectada a mí.
Las dudas sobre si esa conexión era más bien como hermanos se despejaron en el cine. Nos sentamos justo en el centro de la sala, había bastante gente. Todo iba bien. Nos reíamos y hacíamos comentarios en bajito. Al final de la película, la gran escena de amor entre los protagonistas, fue mucho más caliente y explícita de lo que cabía esperar. Paola me sujetó con fuerza el bíceps y yo coloqué mi mano sobre su suave muslo, algo que estaba deseando hacer desde que la vi con ese vestido tan corto.
Volvimos a casa en silencio, pero sin dejar de mirarnos a los ojos, a los labios. La película, más todo lo acumulado en las últimas semanas, años en mi caso, nos había excitado a los dos. En el asiento trasero del taxi, nuestras manos se comenzaron a entrelazar, las caricias empezaron a surgir de forma espontánea.
Nada más llegar a casa y comprobar que todas las luces estaban apagadas, nos empezamos a comer la boca contra la puerta. Recorríamos nuestros cuerpos con las manos, ansiosos el uno del otro.
– Nando, dime que no es una locura.
– No lo es, Paola, te deseo.
– Y yo a ti. ¿Vamos a mi habitación?
– Mejor a la mía, que está más lejos del cuarto de nuestros padres.
– Sí, buena idea.
– No podemos hacer ruido.
– Lo intentaré.
Continuará…