A esas horas del mediodía el vagón del tren iba abarrotado y yo le estaba dando vueltas a cómo continuar mi relato.
Con un libro de Emily Dickinson abierto sobre las piernas, miraba distraído por la ventana cómo el mar iluminado parecía deslizarse junto al trazado de las vías.
Fue entonces cuando, a causa de un movimiento brusco, el libro se me cayó al suelo y, antes de que yo tuviera tiempo de recogerlo, la pasajera que iba a mi lado se agachó y me lo devolvió con una sonrisa. La reconocí de inmediato: era una autora cuya cuenta de Instagram seguía y que publicaba poemas sensualmente concisos acompañados de fotografías sugerentes.
-¡Vaya! No es habitual encontrarse con alguien que lea a Dickinson. Yo también escribo.
-Lo sé…
-¡¿Ah sí…?! ¿Y cómo es eso? -me preguntó picarona. Ya se lo imaginaba.
-Te sigo hace tiempo. ¡Qué casualidad encontrarte aquí!- repliqué mientras, lo confieso, mis ojos se desviaban inevitablemente a su escote. “Si yo fuera Markus, ya la tenía en el bote”, pensé, “pero no lo soy”.
Nos presentamos y Manuela me preguntó por mi cuenta y así se inició una conversación tan cálida que cualquiera hubiera pensado que nos conocíamos desde hacía mucho. Mientras hablaba, no dejaba de mirar aquellos preciosos ojos transparentes cuando, de pronto, vi que el cielo que reflejaban se oscureció; amenazaba lluvia como si augurara la tormenta primaveral que ya presagiaban los latidos de mi corazón.
El tren ya llegaba a mi destino y, al ir a despedirme apenado, tuve una gran sorpresa.
-Yo también bajo ahora, vivo aquí. ¡Otra casualidad! -aclaró Manuela.
El chaparrón arreciaba cuando salimos de la estación, los dos sin paraguas, y empapados corrimos a refugiarnos bajo un balcón en una calle cercana, en ese momento solitaria. Al intentar resguardarnos mejor, ella resbaló sobre mí, su blusa blanca tan mojada que sus pechos se apreciaban completamente. La agarré de los hombros y, casi abrazados sin pretenderlo, empezamos a reír y entonces pasó un ángel; el súbito silencio lo rompió Manuela.
-¿Qué tal si vamos a tomar un café?
-Muy bien. Tú eliges dónde.
-¿Qué tal mi casa?
Llegamos a su casa chorreando de la cabeza a los pies.
-Espera aquí en el recibidor, que te traigo una toalla. Si no te molesta, yo me ducharé antes y me cambiaré de ropa. No creo que tenga nada de tu talla que te puedas poner, pero ya buscaré.
Mientras trataba de secarme la cabeza y el cuerpo lo mejor posible, oí de fondo el ruido de la ducha. Me imaginé a Manuela desnuda bajo el agua, enjabonándose, quizás con la barbilla levantada, recibiendo el agua caliente sobre los pechos, el vientre, el sexo, quizás girándose luego para que también chocara contra su espalda y resbalara hasta sus nalgas. Abstraído así, su voz llegó como de otro mundo y tiempo:
-Marc, ¿puedes venir un momento?
Creí que me llamaba porque había encontrado algo de ropa para mí, pero al cruzar el umbral de su dormitorio, la pude ver de espaldas, a contraluz frente a la ventana que se abría al atardecer, hermosa como una rosa amarilla que se fuera desprendiendo poco a poco de sus pétalos. Sólo una toalla la cubría parcialmente y, al girarse para hablarme de nuevo, la dejó caer al suelo.
-Marc, me temo que no he encontrado nada para ti, así que será mejor que te quites eso mojado que llevas; cogerás una pulmonía. Desnúdate y ven…
Me acerqué estupefacto desabrochándome la camisa. No dejábamos de mirarnos a los ojos.
Por un momento creí que todo era ficción y otro autor estaba escribiendo la escena, pero cuando llegué a su altura y Manuela, apoyándose en mis hombros, se pegó a mí y noté en mi torso sus duros pezones, cuando puso su mano en mi nuca y me empujó hacia su boca abierta, supe que todo era real.
Las yemas de sus dedos se fueron deslizando hasta mi cadera, me bajó el pantalón, el bóxer y luego, agarrándome el trasero, me apretó contra ella para notar mi dureza en su vientre.
-¿Y el café, Manuela?
-Creo que nos tomaremos otra cosa juntos…
Cogiéndome de la mano, me llevó a su cama donde se tumbó boca arriba, la mirada libidinosa, esperando solícita que me uniera a ella, cosa que hice sin dudar.
Sujetándole las manos por encima de su cabeza, la besé y le comí la lengua, chupé sus lóbulos, demorándome luego en su cuello. Aspiraba su perfume y en mi oído, muy cerca, resonaban sus suaves gemidos que fueron en aumento cuando mi lengua bajó y se entretuvo en sus pechos, en sus pezones enhiestos, que devoré, y aún más cuando, descendiendo hasta su entrepierna, le lamí los labios y, separándoselos, hurgué con dos dedos y mordisqueé hasta inflamar su clítoris; gozaba con su humedad en mi boca y, Manuela, arqueando la espalda, hundía sus dedos en mi pelo pidiendo, ordenando “¡Más… sigue…!” con la voz entrecortada.
Su pálida piel ardía y se ruborizaba, sobre todo cuando, sin dejar de succionar su botón oculto, le introduje un dedo en el ano y lo mantuve. Jadeaba cubierta de sudor moviendo la cabeza de un lado a otro mientras un orgasmo parecía atravesarla.
-Ahora , Marc, me toca a mí saborearte. Me pondré yo sobre ti, pero así…
Y colocándose en 69, me ofreció de nuevo su coño; me bajó el prepucio, desflorando mi glande que se introdujo en la boca muy lentamente mientras me acariciaba los testículos. Manuela había conseguido que mi polla estuviera dura como nunca y ella también lo disfrutaba tragándosela hasta el fondo. Cabeceaba arriba y abajo para mamármela con ansia mientras movía sus caderas sobre mi boca para que no parara de comerla. Sus fluidos bajaban por mi garganta, se derramaban por mis comisuras; me excitaba paladear su sabor. No sabía si podría contener la eyaculación. Un hormigueo me recorría las ingles, cuando se giró y, cabalgando sobre mí, se insertó mi pene para follarme fuerte mientras acercaba sus tetas a la altura de mi boca
Sólo se oía el rumor de nuestros cuerpos haciendo el amor. Sus movimientos de cadera se aceleraban. La volteé y la poseí primero por delante, luego por detrás. Salí de ella y me derramé en sus pechos mientras Manuela se corría a su vez.
-Marc, creo que esto habría que repetirlo, ¿no crees?