Diez sementales para mi mujer

Fernando siempre fue un amante del “descubrimiento”. Me decía que la vida se vivía mejor con una pizca de aventura. Así que cuando me propuso ir a una “fiesta temática” para celebrar los 40 de un amigo en común, no dudé en aceptar, aunque mi intuición me susurraba algo sobre lo que podría suceder. La casa estaba oscura, llena de gente casi desnuda y música que vibraba hasta en mis huesos. Fernando, como siempre confiado en sí mismo, se deslizó entre la multitud, dejándome sola con un vaso de vino tinto tembloroso en la mano.

Justo cuando iba a buscarlo, una pareja musculosa me atrapó por los brazos. Ella era alta y morena, él bajito y corpulento, ambos con esa sonrisa pícara que te atrapa y te deja sin aliento.

“Hola mi amor”, dijo ella acariciándome la cintura. “Te esperamos en el jardín”.

Fernando reapareció justo en ese momento, pero me tiró un beso rápido en la mejilla y se integró a una conversación con otros hombres cerca del bar. El chico corpulento me guiñó un ojo y me jaló hacia afuera como si fuera un peón de ajedrez.

El jardín estaba iluminado por faroles colgantes que proyectaban sombras alargadas sobre el césped húmedo. Un grupo de hombres negros, todos con cuerpos esculpidos como obras de arte griego, se abalanzaron sobre nosotros. Me sentí atrapada entre ellos como una flor silvestre en un campo de amapolas rojas.

“Vamos a jugar un rato”, dijo el hombre más alto, sus ojos oscuros brillando con una intensidad que me heló la sangre. “Eres preciosa”.

La tensión en el aire era palpable. Me miraron con esa mirada hambrienta que solo los hombres negros tienen, y comprendí de golpe que no iba a ser una simple fiesta swinger. Era un ritual.

Antes de poder articular una sola palabra, ya estaba desvestida y rodeada por sus cuerpos calientes que olían a musgo y tierra mojada. Les dije que estaba en mis días fértiles, que era riesgoso, que no quería tener hijos, especialmente no con hombres afrodescendientes. “Fernando debe estar enterado”, les dije, con un temblor en la voz mientras me agarraban con fuerza. Mis palabras cayeron como pétalos de rosa sobre el asfalto frío. Fernando, desde el otro lado del jardín, nos miraba con una mueca divertida.

Ellos ignoraron mis súplicas. Los diez hombres negros se abalanzaron sobre mí uno a uno, penetrándome sin piedad, sin respetar mi cuerpo ni mi deseo de control.

“¡No!”, grité mientras me hundía en un mar de placer salvaje que no era mío. “¡No eyaculen dentro de mí!”, les rogué con la garganta seca por el esfuerzo y el miedo. Pero sus cuerpos eran máquinas de placer imparables, sus gritos guturales resonaban como tambores ancestrales en mi interior.

Fernando me miraba desde lejos, un escalofrío recorrió mi cuerpo al verlo disfrutar del espectáculo. Él se movía con la cabeza, con los ojos fijos en mí, mientras yo era devorada por esa ola negra de deseo.

La sensación de estar mancillada por esos cuerpos tan diferentes a Fernando, me llenó de un dolor que iba más allá del físico. Finalmente, cansados y satisfechos, se retiraron uno a uno, dejando mi cuerpo exhausto sobre el césped húmedo.

Fernando llegó corriendo hacia mí, con una sonrisa cómplice en los labios. “Bueno”, murmuró al besarme la mejilla con esa familiar calidez que me reconfortaba siempre. “No te preocupes, amor, era solo una experiencia divertida”.

Pero yo sabía que no era solo eso.

Veinte días después, mi regla no llegó. La náusea se apoderó de mí y mis senos comenzaron a doler como si fueran a estallar. El miedo me envolvió en un abrazo frío. Eran el resultado lógico después de que 10 potentes sementales negros dejaran su esperma en mi desprotegida y fértil vagina…

El resultado de esa noche salvaje se revelaba cada día con más fuerza. La prueba estaba allí, clara como el sol: mi cuerpo albergaba la semilla negra de esa noche de sexo, fruto de una… orgía brutal y desafiante.

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