Un juego nada inocente con mis primas que me cambiaría la vida para siempre.
Esta historia, real como todas las que escribo, sucedió hace ya bastantes años en un barrio obrero de una pequeña ciudad del Noroeste. Yo tenía por aquel entonces 18 años cumplidos y era el único de todos los primos que había logrado entrar en la Universidad, lo que en mi familia suponía un logro bastante destacable, y tenía, aparte de un hermano pequeño del que no hablaré más pues no pinta nada en esta historia, dos primas por parte de madre, llamémoslas Rocío y Catalina, hermanas entre sí y un poco mayores que yo, con las que tenía una relación muy estrecha desde siempre.
Como sé que os gustan este tipo de detalles, cochinos que sois, aclararé que Rocío tenía 22 años y aunque tenía cierto complejo de fea, no estaba nada mal: era morena, con los ojos negros y profundos, delgada pero con un cuerpo curvilíneo y un trasero amplio y carnoso que no se correspondía del todo con su figura pero que a mí me parecía muy atractivo, opinión que ella no compartía ya que maldecía a lo que ella llamaba “mi culo gordo” y achacaba sus dificultades para conseguir novio a esa circunstancia.
Por otro lado, su hermana Catalina tenía 20 años y era bastante guapa de cara, además de tener una melena azabache lustrosa y bien cuidada, aunque su cuerpo, flaco y desprovisto casi por completo de curvas, no la acompañaba mucho. Tampoco ella tenía novio que supiéramos, y no parecía estar muy apurada por conseguirlo, para desesperación de su padre, tío mío y a la sazón hermano mayor de mi madre, que consideraba que ya iba siendo hora de que sus hijas se encarrilasen.
Cabe añadir, sin entrar tampoco en muchos detalles, que en mi familia, como en la mayoría de las del barrio, los noviazgos (y la virginidad) de las chicas no eran cosa de broma y mientras mis primas no tuviesen novio oficial no se las permitía salir por ahí a no ser que las acompañase alguna mujer mayor de la familia, o en su defecto algún hombre, casi siempre yo, para controlar que nadie las molestase y que no hiciesen nada que pudiera considerarse indebido. Aquello contribuyó a hacer que mi vínculo con ellas fuese más estrecho aún, y pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, sobre todo Rocío y yo, que teníamos una especial afinidad el uno por el otro.
A todo esto, no he contado como era yo en aquellos tiempos, así que explicaré que a mis 18 años era un mozo de pelo largo y oscuro y ojos verdes, de estructura robusta, pero no gordo ya que hacía bastante deporte, poco velludo y con una sonrisa que me reportaba bastante éxito entre las chicas del barrio, que por desgracia estaban en su mayoría tan vigiladas como mis primas, así que me las apañaba con algún ligue bandolero de fin de semana, yendo a ver a una vecina viuda de mi abuela que era bastante amiga de hacer favores, o dejándome caer por un “bar de las luces” que había en la salida de la ciudad.
Luego estaba el caso de mi tía Marcela.
Mi tía Marcela, hermana mayor de mi santa madre, era una bala perdida que pasaba por casa de mi abuela de pascuas a ramos, siempre prometiendo que se iba a estabilizar y siempre escapando al poco tiempo detrás de algún boxeador sonado, de algún piloto de rallies fracasado, de algún ex legionario metido a chuloputas o de algún feriante borrachín. Para mis tíos era una vergüenza que manchaba el nombre de la familia, para mi madre era una pobrina que se enamoraba de quien no debía, y para mi abuela un dolor de cabeza persistente que sin embargo aceptaba con resignación porque había prometido a mi difunto abuelo, en el lecho de muerte de este, que no la desampararía pasara lo que pasara.
Para nosotros sus sobrinos era una algo así como una leyenda. Cuando estaba por casa nos obnubilaba con relatos sobre noches de fiesta y playas paradisíacas, nos divertía con anécdotas picantes y chistes procaces, nos asombraba contándonos que había conocido a tal o cual futbolista, o que había estado en la fiesta de tal o cual cantante, afirmaciones que solía respaldar enseñándonos un anillo supuestamente regalado por no sé quién, o una foto supuestamente firmada por no sé cuál.
Como iba y venía y no se estabilizaba, mi abuela le tenía en su casa un cuarto donde guardaba las cosas que no se llevaba consigo cuando se marchaba, ropa, viejos álbumes de fotos, cartas, cintas de música… en fin, todo tipo de telares que por supuesto habíamos fisgado y revuelto millones de veces contra el consejo de mi abuela.
A aquella fascinación por lo que nos parecía una vida llena de aventuras había que sumarle, en mi caso, una atracción sexual que me obsesionaba y me atormentaba. No en vano se trataba de una mujer de unos 40 años, rolliza pero bien formada, con unos pechos inmensos, unos muslos fuertes y redondeados y un culazo jugoso y protuberante, siempre embutida en minifaldas imposibles, vestidos ceñidos, corpiños de leopardo y blusas con transparencias.
Toda una jamona a la que yo no podía evitar observar con esforzado disimulo cuando se echaba hacia adelante para poner la mesa mostrando el culazo o cuando se inclinaba para servir la comida haciendo que sus melones se bamboleasen peligrosamente hacia adelante amenazando con salir a saludar.
Tampoco ayudaba a enfriarme las ideas el hecho de que mis demás tías y mi abuela, para criticar su forma de vida y resaltar lo mucho hacía sufrir a la familia con sus andanzas, le contasen a todo el que quisiera oírlo que esa cabra loca de Marcela se iba con todos, se dejaba hacer de todo, se entregaba por menos de nada al primero que se lo pedía y que además parecía que hasta con otras mujeres la habían visto alguna vez, y no rezando el rosario precisamente. Y claro, yo imaginaba qué se dejaría hacer exactamente, y cómo, cuando se iba con toda aquella tropa de tipos peligrosos y mujeres perdularias, y no ganaba para pajas con el asunto.
Alguna vez la había espiado, silencioso como una tumba, los ojos como platos y la polla como una peña de dura, mientras se cambiaba de ropa o se duchaba.
Incluso una vez me había aventurado a entrar en su cuarto mientras dormía la siesta semidesnuda y había aprovechado para mirarle el coño de cerca, su oscura mata de rizos mostrándose a través de las bragas semitransparentes y sus pezones inmensos recortándose con nitidez contra la tela del camisón que apenas podía contener la mitad de la masa de sus senos que bailaban rítmicamente al ritmo de su respiración.
Había incluso rozado levemente esos pechos con el dorso de la mano, y le hubiese estrujado las tetas con todas las ganas de no ser porque cuando me disponía a hacerlo despertó de pronto, obligándome a hacerme el disimulado e inventar la excusa de que estaba mi abuela me había encargado despertarla para preguntarle dónde había dejado no sé qué.
Me libré por los pelos y no me atreví con más intentos después de aquello, pero no era por falta de ganas. De haber sido por las ganas, de hecho, me le hubiese echado encima y me la hubiese follado sin descanso hasta dejarla preñada.
En fin, ya sé que me he estirado un cuanto con los detalles familiares, pero tienen su importancia y ya entenderéis por qué.
Aquello fue en el verano del 98 si mal no recuerdo, y entre mi prima Rocío y yo había pasado algo unos meses antes que había ampliado por así decirlo los confines de nuestra relación. Un fin de semana de mayo nos había tocado acompañar a mi abuela al pueblo por cuestiones que no vienen al caso y ya se sabe que la noche, la primavera, las casas de pueblo pequeñas y la confianza, a ciertas edades, dan lugar a ciertas situaciones.
La primera noche, entre bromas y veras y aprovechando que mi abuela se acostaba a la hora de las gallinas y se quedaba como un tronco enseguida, nos habíamos metido mano un poco, nos habíamos morreado y nos habíamos quedado con un calentón tremendo.
La segunda ya me metí en la cama con mi prima y tras restregarme con ella un rato le quité las bragas y me lancé hacia su coño, que era una especie de fruta prohibida que me tenía loco. No me dejó tocárselo ni chupárselo por mucho que se lo supliqué, pero pude contemplarlo de cerca a la luz lechosa de la luna y olerlo con ansia de perro hambriento. Era, me pareció, maravillosamente hermoso: con unos labios gordos y bien dibujados, prietos y rosados, cubiertos de una espesa mata de rizos negros y suaves que formaba un triángulo exactamente equilátero en su entrepierna, y olía a marisco fresco, a vacaciones en la playa, a romance de verano, a séptimo cielo.
Me moría por acariciarlo y saborearlo, pero sabido que es que a menudo en estos lances una cosa lleva a la otra, y recordemos que cualquier estropicio de la virtud de mi prima podía ser descubierto y acabar en una auténtica tragedia con muertos y toda la cosa, así que me aguanté las ganas y empecé a masturbarme despacio porque no podía contener la calentura ni un segundo más.
Mi prima, que también parecía estar bastante cachonda, me dijo que ni hablar de tocarla “ahí” pero que si quería me prestaba su culo para que frotase mi polla contra él y me quedase a gusto. Casi me muero cuando me lo propuso, no sé si de la vergüenza o de la excitación. Asentí con la cabeza y ella se puso a cuatro patas, con su magnífico trasero apuntando hacia mí: era amplio, redondeado, carnoso, y lucía maravillosamente a la luz fantasmal de la luna que entraba por la ventana. Lo acaricié como se acaricia un sueño largamente perseguido. Era suave, terso, cálido. Besé sus nalgas tiernamente y me puse de rodillas, acercando mi polla ya más dura que una piedra a su culazo.
-Nada de metérmela, solo me la frotas, ¿vale?
-Vale.
-No hagas ruido, no nos vayan a pillar. Y no tardes mucho.
Empecé a restregar mi polla por la raja de su culo, pero me costaba un poco deslizarla así que le pegué un lametazo lo más húmedo que pude desde el perineo a la rabadilla, lo que hizo que ella soltase un leve suspiro y yo me llevase una sorpresa ya que el sabor vagamente salado del derriére de mi prima me pareció, contra todo pronóstico, bastante agradable. Una vez pringado de mis babas el trasero de ella empecé a frotar mi polla por aquella raja, agarrando sus nalgas para hacer algo de presión, rozando en cada pasada la entrada de su ano y reprimiendo en cada ocasión mis deseos de intentar dentro de ella.
De todas formas la sensación era fantástica, y la visión de mi verga descapullada subiendo y bajando entre los generosos cachetes del trasero de ella aumentaba mi excitación. Ella también parecía estarlo disfrutando, porque empezó a tocarse discretamente y sus dedos rozaban mis pelotas cuando estas contactaban con los labios mayores de su vulva, que podía sentir hinchados y pringosos. No tardé, claro está, en llegar al clímax y eyacular copiosamente sobre las nalgas y la espalda de mi prima, y apenas unos segundos después ella empezó a convulsionar y hundió la cara en la almohada mientras cerraba crispadamente las piernas pegándose una corrida de campeonato.
Luego me fui a mi cama, y las cosas, de puertas para afuera, siguieron como siempre. Porque de puertas para adentro era otra cosa. Aprovechábamos cualquier ocasión para escabullirnos a meternos mano, y siempre que podía convencerla, ella “me prestaba su culo”. Me encantaba la sensación de rozar mi polla por su culazo, sobar sus nalgas, correrme en ellas… pero me obsesionaba llegar más allá.
Me obsesionaba conseguir que me dejase, ya que no follármela, al menos comerle el coño. Tanto le insistí y tan caliente la puse que un día me dejó que intentase darla por el culo, pero mi polla era muy gorda para su ano virgen y ante la posibilidad de acabar ella en urgencias y yo en el patíbulo decidimos desistir.
Pasó el verano, empezó el otoño y empecé la Universidad, pero ninguna de mis bellas y simpáticas compañeras me movía tanto la aguja como mi prima Rocío. Quedaba con ella todos los fines de semana, la acompañaba al cine, la “cuidaba” cuando quedaba en el barrio con sus amigas, iba a verla a su casa día sí día no, y no desperdiciaba ocasión para pedirle, para suplicarle, para ordenarle o rogarle que me dejase chuparle el coño, pero no había manera.
A lo sumo me dejaba mirar de cerca cómo se masturbaba y era aún peor, porque podía ver con detalle cómo se frotaba el clítoris con los dedos, cómo sus labios se hinchaban y se mojaban, cómo se estremecía cuando se corría, podía escuchar de cerca el sonido chapoteante de su flujo, oír los gemidos ahogados de su placer, oler el aroma embriagador de sus jugos, y me ponía malo. Prácticamente me corría en los calzoncillos de ver aquello.
Pensaba en aquel coño a todas horas. Cuando alguna vez mi prima me prestaba su culo para desahogarme tenía que hacer esfuerzos realmente titánicos para no desvirgarla por la fuerza y follarle ese chocho prohibido hasta que rebosara de mi leche.
Ya no podía más, y por si no fuera poco en una de estas ocasiones mi prima Catalina nos pilló en plena faena, Rocío a cuatro patas y yo restregándole el pollón todo duro por la raja del culo. Claro está, le suplicamos que no contase nada y ella aceptó con la condición de que la avisáramos y la dejásemos mirar siempre que fuéramos a hacer “esas cosas”. Tuvimos que aceptar, claro.
Y fue peor.
Ya no solo tenía que aguantarme las ganas de mancillarle el conejo a mi prima Rocío, sino que además tenía que ver cómo mi prima Catalina se despatarraba junto a nosotros mirándome fijamente y se manoseaba furiosamente su almeja peluda y babosa, más babosa que la de su hermana por cierto, y se relamía dándole al dedo mientras observaba toda la jugada. Ya no era un solo coño el que tenía delante sin poder tocarlo, sino dos. Porque, claro, tampoco Catalina estaba dispuesta a dejarse tocar la almendra ni con un pétalo de rosa. Y a mí la cabeza me iba a estallar en cualquier momento.
Claro que me desquitaba con las putas de la barra, con alguna compañera bien dispuesta, con la vieja salida aquella del barrio, pero no me bastaba. Estaba loco por probar los chochos de mis primas y no aguantaba más.
Quiso el destino o la suerte o sepa usted qué, que mi abuela y mis tíos, los padres de mis mentadas primas, tuviesen que irse unas semanas a Bilbao a casa de unos parientes a resolver unos asuntos pendientes, y que me dejasen muy encomendado ayudar a mi santa madre a “cuidar” de mis primas en su ausencia.
El zorro cuidando de las gallinas, vaya.
Redoblé mi campaña de acoso y derribo tratando de convencerlas para que me dejasen catar esas almejas jugosas, y una tarde de viernes, para mi sorpresa, mi prima Catalina me dijo que aceptaban, pero que era mejor hablarlo en casa de abuela por si mi madre o mi hermano se perlaban de algo. Quedamos de vernos allí con la excusa de ir al mercadillo el domingo por la mañana, y una vez reunidos les dije que bragas fuera, que cumplieran con su palabra.
-Hay una condición.
-¿Qué condición?
-Puedes comerle el coño a Rocío, pero tienes que vestirte con ropa de la tía y hacernos un numerito.
-¿Que qué?
-Que te tienes que desnudar, ponerte unas cosas de la tía Marcela y hacernos un estriptis aquí para las dos.
-Y una puta mierda.
-¿No tenías tantas ganas de probar mi coño, primo?
-No lo va a saber nadie.
-No quiero. Ni hablar. Yo no soy ninguna maricona.
-Es un juego solamente. De aquí no sale.
-Ni hablar. Además, dices que le puedo comer el coño a Rocío. Pero, ¿el tuyo qué? Me tengo que vestir de maricón y tú te quedas ahí mirando.
-No, mirando no. Si te vistes con ropas de la tía para nosotras, te puedes comer el coño de Rocío, y además luego si quieres te comemos la polla entre las dos.
Me quedé mudo. Casi me caigo de espaldas. Me tuve que apoyar en la pared. Miré a mi prima Rocío, y la muy cerda se había subido la falda y se había apartado la braga a un lado para dejarme ver su chochazo mojado y enrojecido. Tragué saliva.
-¿Como que me… cómo es eso de…?
-Te pones la ropa de la tía que nosotras te digamos, nos haces un numerito, le comes el coño a Rocío, y después te hacemos una mamada doble como esas putas de las revistas esas que tanto te gustan.
Me ruboricé hasta las orejas, no sé por qué. Miré a mi prima Rocío, que se relamía los labios de forma lasciva, y luego a mi prima Catalina, que me miraba fijamente con ojos ardientes.
No contesté. No hizo falta. Me llevaron prácticamente a empujones al cuarto de mi tía Marcela, sacaron de sus cajones una multitud de prendas y eligieron un conjunto formado por unas bragas negras con encajes, unas medias de rejilla rojas con ligas elásticas, un sujetador con estampado de leopardo, una blusa blanca con transparencias y una minifalda en imitación de cuero negro. Hablaron de maquillarme, pero me negué en redondo, y desistieron de su idea de hacerme poner tacones por el riesgo cierto de que se rompieran y pudiésemos quedar en evidencia.
-Ponte guapa.
-Y no nos hagas esperar mucho.
-Estamos en el salón.
Me embutí como pude las medias, me abroché a duras penas el sostén, me puse la blusa como dios me dio a entender y me coloqué no sin dificultades la minifalda. Me vi en el espejo y observé, para mi sorpresa, que no me quedaban mal aquellas pintas. De espaldas, de hecho, parecía talmente una mujer. Y de cara, si no se fijaba uno mucho, podía pasar por una de esas chicas un poco especiales que no se maquillaban y que llevaban el pelo corto. La idea, sepa por qué, hizo que se me pusiera un poco dura. Se me ocurrió que estaba bastante buena, y que si los chavales del barrio me vieran así más de uno querría follarme…
-Pero, ¿qué estás pensando?
Sacudí la cabeza, abochornado. Estuve por quitarme aquella ropa, mandarlo todo a la mierda y contarle a mis tíos la putería de mis primas para que las metiesen en vereda, pero aquello me habría dejado en evidencia a mí también y no me apetecía mucho morir.
Además era la oportunidad por fin de probar el coño de mi prima Rocío. Y me habían prometido además una mamada… me imaginé allí, en el salón, vestido con la ropa de mi tía, con la polla tiesa por fuera de las bragas y mis primas medio en pelotas arrodilladas ante mí pasándose mi rabo de una boca a la otra, hilos de saliva tejiendo una lúbrica telaraña que unía mi capullo y sus lenguas en un triángulo viscoso, y me puso tan caliente la idea que me temblaban hasta las manos. Sentí cómo mi polla empezaba a babear, pringando las bragas de mi tía.
-Vamos allá…
Me levanté, me alisé la blusa, me coloqué bien la falda y avancé hacia el salón con la polla palpitando desbocada y un nudo en la garganta. Estaba excitado y avergonzado, y recuerdo que pensé que en todo caso aquello no saldría de allí y la vida seguiría más o menos como siempre al día siguiente.
No sería así, claro. Aquello me cambiaría la vida para siempre. Pero yo en aquel momento no tenía ni puta idea…
(Si os gusta, para la próxima os cuento lo que pasó después…)