Mi hermano siempre fue un problema. Desde chico se metía en líos, ya sea peleándose con compañeros de la escuela, o mandándose alguna travesura en casa. Más de una vez terminé castigado por su culpa, y otras tantas lo salvé de alguna paliza de mis viejos. Yo era el hermano mayor, y a pesar de que a veces me daban ganas de matarlo, a la larga, despertaba en mí un sentimiento de protección fraternal.
Sólo le llevo dos años, pero siempre fui el grande, y él siempre sería el chiquito. Incluso ahora, que ya contamos con veinticinco y veintisiete años, al verlo, no dejo de mirar a un niño. Por eso, cuando fue a mi casa a pedirme un lugar para vivir por un tiempo, supuestamente corto, no pude negarme.