Era diciembre del 2023 y, después de rendir el final con el profe Eduardo, me sentía cansada por todo lo que había rendido ese mes.
—¿Y qué te pareció el final, Mey? —me preguntó Eduardo mientras acomodaba sus apuntes
—Uf, profe, un quilombo bárbaro, pero creo que la llevé —le respondí, tratando de disimular los nervios.
—Buenísimo, tenés un 9. Sabía que la ibas a romper —dijo mirándome fijo.
—Muchas gracias, profe —le contesté con una sonrisa pícara.
—No te voy a mentir, Mey, me alegra tener alumnas como vos. Con esa pasión, hasta las clases aburridas se vuelven interesantes —me dijo y me prendió fuego.
—¡Ay, profe! —me reí, mientras me acomodaba la mochila.
—Y más de lo que imaginás —respondió con una sonrisa socarrona.
Después de eso, fui con mis compañeros al bar de la esquina, un lugar con luces blancas y olor a comida.
Pedimos unas birras, y mientras charlábamos, vi entrar a un grupo de profes. Entre ellos estaba Eduardo, que no paraba de mirarme.
Me clavó la mirada y, sin vergüenza, yo se la devolví, toda picarona. Le tenía ganas desde hacía tiempo y esa noche no fue la excepción.
Los chicos levantaron las cervezas y brindamos, cuando un profesor, el típico simpático del grupo, se acerca y propone juntar las mesas para festejar juntos.
La verdad, nadie puso mucho drama, así que terminamos compartiendo el espacio con los profes. Y ahí quedamos Eduardo y yo al lado.
Sentí su pierna rozando la mía. No me corrí. Él tampoco.
Sentí su mano apretarme el muslo por debajo de la mesa. Sonreí con la mirada fija adelante, mientras bajé mi mano y agarré su verga dura. La apreté despacito, con cuidado de que nadie se diera cuenta.
Estábamos ahí, en esa tensión que parecía a punto de explotar, hasta que el bar empezó a apagar sus luces y la gente se fue yendo.
Cuando nos despedíamos en la vereda del bar, Eduardo se me acercó con esa sonrisita de sobrado que le conocía de las clases.
—¿Querés que te acerque a tu casa? —me preguntó, con las llaves ya girando en la mano.
Lo miré un segundo, como midiendo si me estaba hablando como profesor o como algo más. Pero ya no me importaba.
—Bueno. Estoy muerta, no tengo ganas de tomar colectivo —respondí.
—Vamos entonces —respondió sin sacarme los ojos de encima.
Apenas cerré la puerta, él ya tenía la mano en mi muslo, acariciándome por encima del pantalón. No dije nada. Me acomodé.
—¿Qué querés hacer? —preguntó.
Me giré despacio, lo miré con la cara caliente y sin filtros.
—Quiero que me llenes de leche.
El silencio que siguió se llenó con su risa seca y ronca. Me clavó la mirada como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, pero se notaba que le encantaba.
—Mirá vos… Y yo pensaba que eras la más correcta del curso —dijo.
—Se nota que no me conocés —le contesté con voz baja, como un secreto.
—Tenés razón. Pero todavía estoy a tiempo de ponerme al día, ¿no? —murmuró, y deslizó los dedos hasta tocarme cerca de la entrepierna.
Yo ya estaba mojada. Suspiré.
No hizo falta más. Su mano era cada vez más atrevida, tocándome por encima del pantalón. Me mordí el labio y abrí un poco más las piernas.
—Estás re mojada —dijo.
—Vos me pones así —le solté.
—Sos una hija de puta…
—Y vos sos un pajero —le dije, subiéndome la musculosa apenas, dejando ver el encaje blanco del corpiño.
—Te voy a hacer mierda —me prometió, y dobló rápido, enfilando para su casa.
Llegamos y antes que pueda hacer algo, me empujó contra la pared.
Me besó con desesperación. Me sacó la musculosa y el corpiño blanco de encaje que usaba, y no tardó en prenderse de mis tetas, lamiéndolas y mordisqueándolas con hambre.
Yo jadeaba y me retorcía, perdiendo el control.
Le abrí el pantalón y saqué su pija, dura y palpitante. Empecé a masturbarlo lento, disfrutando cómo se tensaba bajo mis dedos.
—Mirá cómo me pones, con la leche a punto de reventar —me dijo entre dientes, apretándome una teta con fuerza.
—¿Es todo lo que tenés?
—No sabés lo que te espera, pendeja atrevida.
—A ver, mostrame.
De un tirón, me llevó del pelo hasta el cuarto y me ordenó arrodillarme.
Me la metí en la boca y la chupé despacio, dejando la saliva correr por todo su tronco.
Él me miraba con los ojos brillosos, mientras sus dedos se enredaban en mi pelo.
—Mirá cómo te gusta la verga, putita… —gruñó.
Cuando me acosté, me empezó a hacer sexo oral. Cada lamida me hacía temblar, se tomaba su tiempo, metía hasta tres dedos y me abría la concha más de lo que creía posible.
Abrí bien las piernas y se las subí a sus hombros. Él me penetró despacio, profundo, con los ojos clavados en los míos. Me agarró las muñecas y me apretó contra el colchón.
Grité cuando lo sentí entrar hasta el fondo.
—¿Te duele, putita? —me dijo con la pija enterrada hasta el fondo.
—Me encanta, hijo de puta… rompeme toda.
Después me acomodé a cuatro patas. Él me empujó con fuerza hacia abajo, dejándome la cara pegada al colchón y el culo bien levantado.
La embestida fue intensa, me hacía gemir con la boca mordiendo la sábana. Fue un ritual crudo y salvaje, cargado de deseo sin freno.
—Tomá, puta —gritó mientras me daba una nalgada que sonó como un latigazo.
—¡Ay, la concha de tu madre! —grité con la voz rota de placer.
—¡Te voy a dejar el culo ardiendo, zorra! — dando otra nalgada, más fuerte.
Nos hicimos un 69 después. Yo encima suyo, con la concha chorreando en su cara y su verga dura frente a mi boca.
Él me abrió los labios con los dedos y me lamió con hambre, mientras yo chupaba su pija de a poco, tragándola con la garganta abierta.
Nos comíamos a la par, jadeos, gemidos, lenguas desesperadas. Sudábamos, sin dejar de movernos.
Él quedó tirado, la verga dura y lista. Yo me subí encima, me la metí sola y empecé a moverme como si bailara. Me incliné para atrás, arqueando la espalda, mientras mis tetas rebotaban con cada empuje.
Él me agarraba fuerte de la cintura, disfrutando cada embestida.
Después me empujó al piso. Me arrodillé al pie de la cama, con la boca abierta y la lengua afuera. Él se pajeó frente a mí mientras yo le lamía la punta, babeándola con ganas.
—Mirá lo que sos, una puta arrodillada rogando mi leche —bufó.
—¡Dale, dámela toda!
Cuando estaba por acabar, jadeó fuerte y explotó en mi cara, llenándome la boca, el cachete, los anteojos y hasta las pestañas de semen.
Yo me lamí los labios y sonreí sucia, sin perder la picardía.
Sacó un cigarrillo de entre los pantalones tirados en el piso y me lo pasó.
Lo agarré, lo encendí y di la primera pitada, con la concha ardiendo y el semen chorreándome por la cara. Fumamos en silencio, compartiendo el humo.
Después me acomodé encima suyo, con las tetas aplastadas contra su cuerpo.
—Mirá lo que sos… una puta hermosa, con la cara chorreada de leche, tirada arriba mío —dijo mientras me acariciaba el culo con una mano lenta.
—Sos una enferma de mierda… te haría mi puta todas las noches.
Yo solo respiré hondo, sintiendo el semen secándoseme en la piel. Nos quedamos así, dormidos, abrazados y exhaustos.
A la mañana siguiente, la luz tímida entraba por la ventana y el silencio pesado se hacía sentir entre nosotros.
Me estiré despacio y él me miró con la mano en la pija, todavía medio dormido.
Me levanté con cuidado, agarré la ropa que había dejado tirada, me vestí y nos dimos un último beso.
Me abrió la puerta y me fui, dejándome con ganas de más, pero satisfecha.