El ex de mi amiga me da su lechita

Tenía 23 años, andaba en esa etapa donde una se cansa de fingir que está bien. Mi vieja había fallecido hace algunos meses y había dejado la carrera. Estaba rota.

Nahuel siempre me había parecido hermoso. Morocho, con esa voz grave de tipo que piensa todo antes de decirlo, y una forma de mirar que te derrite con un solo pestañeo.

Me gustaba desde que lo vi, aunque jamás lo admití. Era el chongo de una… “amiga”. Yo me mantuve al margen, hasta que no tuve por qué.

Era un frío sábado a la noche de junio. Aburrida, abrí WhatsApp y ahí estaba: ese estado de fondo gris y la frase melodramática de ella, que parecía influencer con problemas emocionales.

“A veces amar también es soltar…”

No me reí, pero levanté una ceja. Traducción automática en mi cabeza: “Nahuel la dejó”. Y si, Nahuel la dejó.

“Che, ¿estás bien?” le escribí, como buena chica solidaria.

No tardó ni dos minutos en sonar el teléfono.

—Boluda, me dejó. Me dijo que soy tóxica, que lo agoto, que soy una loca celosa —lloriqueó.

“Y capaz tiene razón”, pensé, pero asentí en silencio, mientras me tiraba en la cama. La escuché media hora. Me puse seria, ofrecí palabras empáticas, y apenas corté, abrí Instagram y busqué a Nahuel.

“Holi. Me enteré lo que pasó. Si querés hablar, estoy.”

Cinco minutos después, me clavó un “Hola. Gracias, en serio. No esperaba que vos me escribas.”

Y fue cuestión de ir tirando cebos suaves. Primero un “cuando quieras tomamos unos mates”, después un “si te pinta, caé”. Le mandé la ubicación y me puse a limpiar el living con rock de fondo.

Llegó cerca de la 1. Estaba hecho mierda. O actuaba bien. Bah, en el fondo los hombres nunca necesitan mucha excusa para terminar cayendo en la trampa de una mina que quiere salvarte.

Entró. Olía a perfume, y traía esa mirada perdida que a mí me calienta: tipo solo, confundido, buscando abrigo. Perfecto.

—¿Querés un mate?

—Dale, porfa.

Nos sentamos en el sillón. El buzo largo me cubría hasta medio muslo, pero sin tanga ni corpiño, cualquier cruce de piernas podía ser accidentalmente obsceno. Y lo fue. Lo hice a propósito.

—Te juro que no entiendo cómo llegamos a esto —dijo él.

—A veces no es “llegar”, boludo. Es salir. O huir.

Me miró. Esa mirada. Como si recién ahí se diera cuenta de que estaba en terreno inestable. Como si mi living fuera un pantano caliente.

No sé en qué momento le apoyé la mano en el muslo. Natural, sin decir nada. Apenas un gesto de cercanía. Él se tensó, bajó la vista. Vi cómo se le marcaba la verga en el pantalón. Y ahí supe que ya estaba.

—Che… si viniste para hablar, hablá. Pero si viniste por otra cosa… no hace falta que finjas.

Él no dijo nada. Solo me agarró la cara y me besó. Fuerte. Como si necesitara romper algo. Y yo lo dejé. Me abrí.

Me trepé encima suyo y sentí su bulto duro contra mi concha. Froté sin pudor, gimiendo suave. Él gemía también. Bajó las manos a mi culo, me apretó como si fuera suya. Me sacó el buzo y me quedó el cuerpo desnudo.

—Sos hermosa, la puta madre —dijo, bajando a besarme las tetas, lamiendo con desesperación.

Le bajé el pantalón y la verga me quedó en la cara. Gorda, larga y dura. Me la metí en la boca sin mirarlo. Chupé con bronca, con hambre. La baba cayendo por mi mentón. Él gemía, me sujetaba el pelo, me decía cosas.

—Ella nunca me la chupó así… nunca.

Me reí con la pija adentro. Sabía que no.

Me levantó de golpe, me puso contra la mesa del comedor. Me abrió las piernas de un tirón y se agachó. Me lamió entera. Yo me aferré al borde de la mesa esperando lo que más deseaba.

—Dale, cogeme —le dije.

Y la metió de una. Entró hasta el fondo y empezó a cogerme con todo.

Cada embestida hacía temblar los vasos. Yo me agarraba al borde como podía, con la espalda arqueada y los gemidos saliéndome sin filtro.

Después me llevó al sillón. Me tiró boca abajo, me acomodó de un tirón y volvió a metérmela de atrás.

Me agarraba del pelo, me decía cosas sucias, resentidas, calientes. Yo le respondía con el culo para atrás, con los gemidos rotos, con las piernas temblando. Estaba tan mojada que resbalaba.

Cuando terminó ahí, me agarró del brazo y me hizo girar. Me arrodillé frente a él sin decir palabra. Le miré la pija, la agarré con las dos manos y se la chupé de nuevo. La lengua le recorría el frenillo, los labios se le cerraban fuerte. Él me miraba como si no pudiera creer lo puta que era.

—Quiero tu lechita —le dije, ronca, con la boca abierta.

Y lo hizo. Se vino con una sacudida intensa, todo su semen me chorreó por la mejilla, por la boca, por el cuello. Me la pasé con el dedo, lo miré fijo, y me lo metí en la boca. Lento. Como si estuviera saboreando una victoria.

—¿Estás mejor? —le dije, burlona.

—Mucho.

Se sentó en el sillón y me quedé tirada encima suyo, la piel pegoteada, el pelo enredado, la boca seca.

Nahuel respiraba agitado, con una mano abrazándome y la otra acariciándome las tetas como si no supiera soltar.

—¿Y vos? —preguntó de la nada, con la voz ronca— ¿en qué andás?

Solté una risa cortita.

—En una crisis existencial que ni te imaginas.

Se rio también. Nos quedamos así. Abrazados. Sudados. Hablando boludeces como si no nos hubiésemos cogido con odio hace cinco minutos.

Me incorporé de a poco.

—Pará, voy a buscar mis cigarros, los dejé en la mesa de luz —dije, y salí caminando desnuda.

Entrando al cuarto, escuché sus pasos. No hizo ruido, pero lo sentí. Como un instinto.

Me di vuelta justo cuando él me alcanzaba. Me estampó contra la pared sin decir una palabra. Me besó el cuello. Me agarró fuerte. Tenía la verga dura otra vez.

El cuerpo de él contra el mío era un horno, un recordatorio de que no habíamos terminado nada.

Lo llevé a la cama, me tiró boca arriba, y se me subió encima. Me besó la panza, subió a las tetas, al cuello.

Me abrió las piernas con las manos calientes y me la metió de nuevo.

Se movía rápido, crudo, con las manos sujetándome las muñecas contra las sábanas.

Me cogía con hambre, con bronca, con necesidad. Como si me odiara un poco por hacernos esperar demasiado por ese momento.

Cuando salió, yo todavía jadeaba. Me bajé de la cama, me arrodillé frente a él y le agarré la verga, dura, brillante, palpitante.

Se la chupé otra vez. La lengua se la recorría entera, desde la base hasta la punta, con ritmo, con saliva, con ganas de hacerlo acabar.

Le miré los ojos mientras la tenía en la boca, metiéndola profunda, provocándolo. Él gemía bajito, con la mandíbula apretada. Después lo masturbé y se la froté contra mis tetas.

Y ahí acabó. Fuerte. En espasmos. Toda la leche me chorreó tibia sobre la piel, espesa, caliente, manchándome las gomas y bajando por la panza.

Lo miré con una media sonrisa, pasé el dedo por las gotas de semen y me las llevé a la boca de nuevo. Lamí mis dedos y me tragué todo como si fuera un caramelo.

Me limpié tranquila con una remera vieja. No dije nada. No hacía falta. Él se vistió en silencio, sin apuro.

—Espero verte pronto —me dijo seguido de un chape y agarrándome las tetas.

Me acerqué y le hablé al oído:

—Cuando vos quieras, amor.

Y se fue.

Después vinieron más noches, más polvos, más gemidos, más mensajes a la madrugada (Ya les contaré otras anécdotas). Nos vemos hasta el día de hoy.

No es amor, es algo crudo y físico. Me coge y me siento renovada.

Cuando mi “amiga” nos vio juntos en el auto meses después, hizo un escándalo. Me gritó zorra, puta, roba novios. Yo la miré y no dije nada. Cuando la veo le hierve la sangre.

Nadie me coge como Nahuel. Y hasta hoy, aunque no tengamos títulos ni promesas, aunque no sepamos ni qué somos… es de los vínculos más reales que tengo.

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